“Está cumplido”. E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu”
29 de Marzo
VIERNES SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR
DÍA DE ORACIÓN Y COLECTA PONTIFICIA POR LOS SANTOS LUGARES
DÍA DE ORACIÓN Y COLECTA PONTIFICIA POR LOS SANTOS LUGARES
1ª Lectura: Isaías 52,13-52,12
Salmo 30: Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu.
2ª Lectura: Hebreos 4,14-16; 5,7-9
PALABRA DEL DÍA
PASIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
Jn 18,1-19,42
“En aquel tiempo, salió Jesús con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, y entraron allí él y sus discípulos. Judas, el traidor, conocía también el sitio, porque Jesús se reunía a menudo allí con sus discípulos. Judas entonces, tomando la patrulla y unos guardias de los sumos sacerdotes y de los fariseos, entró allá con faroles, antorchas y armas. Jesús, sabiendo todo lo que venía sobre él, se adelantó y les dijo: “¿A quién buscáis?”. Le contestaron: “a Jesús, el Nazareno”. Les dijo Jesús: “Yo soy”. Estaba también con ellos Judas, el traidor. Al decirles: “Yo soy”, retrocedieron y cayeron a tierra. Les preguntó otra vez: “¿A quién buscáis?”. Ellos dijeron: “A Jesús, el Nazareno”. Jesús contestó: “Os he dicho que soy yo. Si me buscáis a mí, dejad marchar a estos”. Y así se cumplió lo que había dicho: “No he perdido a ninguno de los que me diste”, Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al criado del sumo sacerdote, cortándole la oreja derecha. Este criado se llamaba Malco. Dijo entonces Jesús a Pedro: “Mete la espada en la vaina. El cáliz que me ha dado mi Padre, ¿no lo voy a beber?”. La patrulla, el tribuno y los guardias de los judíos prendieron a Jesús, lo ataron y lo llevaron primero a Anás, porque era suegro de Caifás, sumo sacerdote aquel año; era Caifás el que había dado a los judíos este consejo: “Conviene que muera un solo hombre por el pueblo”. Simón Pedro y otro discípulo seguían a Jesús. Este discípulo era conocido del sumo sacerdote y entró con Jesús en el palacio del sumo sacerdote, mientras Pedro se quedó fuera a la puerta. Salió el otro discípulo, el conocido del sumo sacerdote, habló a la portera e hizo entrar a Pedro. La criada que hacía de portera dijo entonces a Pedro: “¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre?” Él dijo: “No lo soy”. Los criados y los guardias habían encendido un brasero, porque hacía frío, y se calentaban. También Pedro estaba con ellos de pié, calentándose. El sumo sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de la doctrina. Jesús le contestó: “Yo he hablado abiertamente al mundo; yo he enseñado continuamente en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho nada a escondidas. ¿Por qué me interrogas a mí? Interroga a los que me han oído, de qué les he hablado. Ellos saben lo que he dicho yo”. Apenas dijo esto, uno de los guardias que estaba allí le dio una bofetada a Jesús, diciendo: “¿Así contestas al sumo sacerdote?”. Jesús respondió: “Si he faltado al hablar, muestra en qué he faltado; pero si he hablado como se debe, ¿por qué me pegas?. Entonces Anás lo envió atado a Caifás, sumo sacerdote. Simón Pedro estaba en pié, calentándose, y le dijeron: “¿No eres tú también de sus discípulos?.” Él lo negó, diciendo: “No lo soy”. Uno de los criados del sumo sacerdote, pariente de aquel a quien Pedro le cortó la oreja, le dijo: “¿No te he visto yo con él en el huerto?”. Pero volvió a negar, y enseguida cantó un gallo. Llevaron a Jesús de casa de Caifás al pretorio. Era el amanecer, y ellos no entraron en el pretorio para no incurrir en impureza y poder así comer la Pascua. Salió Pilato afuera, donde estaban ellos y dijo: “¿Qué acusación presentáis contra este hombre?” Le contestaron: “Si este no fuera un malhechor, no te lo entregaríamos”. Pilato les dijo: “Lleváoslo vosotros y juzgadlo según vuestra ley”. Los judíos le dijeron: “No estamos autorizados para dar muerte a nadie” Y así se cumplió lo que había dicho Jesús, indicando de qué muerte iba a morir. Entró otra vez Pilato en el pretorio, llamó a Jesús y le dijo: “¿Eres tú el rey de los judíos”?. Jesús le contestó: “¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?”. Pilato replicó: “¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí, ¿qué has hecho?”. Jesús le contestó: “Mi reino no es de aquí”. Pilato le dijo: “Con que, ¿tú eres rey?”. Jesús le contestó: “Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz”. Pilato le dijo: “Y, ¿qué es la verdad?”. Dicho esto, salió otra vez a donde estaban los judíos y les dijo: “Yo no encuentro en él ninguna culpa. Es costumbre entre vosotros que por Pascua ponga a uno en libertad. ¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?”. Volvieron a gritar:”A ese no, a Barrabás”. El tal Barrabás era un bandido. Entonces Pilato tomó a Jesús y lo mandó azotar. Y los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le echaron por encima un manto color púrpura; y, acercándose a él, le decían: “¡Salve, rey de los judíos!”. Y le daban bofetadas. Pilato salió otra vez afuera y les dijo: “Mirad, os lo saco afuera, para que sepáis que no encuentro en él ninguna culpa”. Y salió Jesús afuera, llevando la corona de espinas y el manto color púrpura. Pilato les dijo: “Aquí lo tenéis”. Cuando lo vieron los sumos sacerdotes y los guardias, gritaron: “¡Crucifícalo, crucifícalo!”. Pilato les dijo: “Lleváoslo vosotros y crucificadlo, porque yo no encuentro culpa en él”. Los judíos le contestaron: “Nosotros tenemos una ley, y según esa ley tiene que morir, porque se ha declarado Hijo de Dios”. Cuando Pilato oyó estas palabras, se asustó aún más y, entrando otra vez en el pretorio, dijo a Jesús:”¿De dónde eres tú?”. Pero Jesús no le dio respuesta. Y Pilato le dijo: “¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte y autoridad para crucificarte?”. Jesús le contestó: “No tendrías ninguna autoridad sobre mí, si no te la hubieran dado de lo alto. Por eso el que me ha entregado a ti tiene un pecado mayor”. Desde este momento Pilato trataba de soltarlo, pero los judíos gritaban: “Si sueltas a ese, no eres amigo del César. Todo el que se declara rey está contra el César”. Pilato entonces, al oír estas palabras, sacó afuera a Jesús y lo sentó en el tribunal, en el sitio que llaman “el Enlosado” (en hebreo Gábbata). Era el día de la Preparación de la Pascua, hacia el mediodía. Y dijo Pilato a los judíos: “Aquí tenéis a vuestro rey”. Ellos gritaron: “¡Fuera, fuera; crucifícalo!”. Pilato les dijo: “¿A vuestro rey voy a crucificar?”. Contestaron los sumos sacerdotes: “No tenemos más rey que el César”. Entonces se lo entregó para que lo crucificaran. Tomaron a Jesús, y él, cargando con la cruz, salió al sitio llamado “de la calavera” (que en hebreo se dice Gólgota), donde lo crucificaron; y con él a otros dos, uno a cada lado, y en medio, Jesús. Y Pilato escribió un letrero y lo puso encima de la cruz; en él estaba escrito: “Jesús, el Nazareno, el rey de los judíos”. Leyeron el letrero muchos judíos, porque estaba cerca el lugar donde crucificaron a Jesús, y estaba escrito en hebreo, latín y griego. Entonces los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato: “No escribas: ·El rey de los judíos”, sino: “este ha dicho: Soy el rey de los judíos”. Pilato les contestó: “Lo escrito, escrito está”. Los soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron su ropa, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y apartaron la túnica. Era una túnica sin costura, tejida de una pieza de arriba abajo. Y se dijeron: “No la rasguemos, sino echemos a suerte, a ver a quién le toca”. Así se cumplió la Escritura: “Se repartieron mis ropas y echaron a suerte mi túnica”. Esto hicieron los soldados. Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego, dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa. Después de esto, sabiendo Jesús que todo había llegado a su término, para que se cumpliera la Escritura, dijo: “Tengo sed”. Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca. Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: “Está cumplido”. E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu. Los judíos entonces, como era el día de la Preparación, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día solemne, pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y que los quitaran. Fueron los soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua. El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: “No le quebrarán un hueso”; y en otro lugar la Escritura dice: “Mirarán al que atravesaron”. Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo clandestino de Jesús por miedo a los judíos, pidió a Pilato que le dejara llevarse el cuerpo de Jesús. Y Pilato lo autorizó. Él fue entonces y se llevó el cuerpo. Llegó también Nicodemo, el que había ido a verle de noche, y trajo unas cien libras de una mixtura de mirra y áloe. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo vendaron todo, con los aromas, según se acostumbra a enterrar entre los judíos. Había un huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado todavía. Y como para los judíos era el día de la Preparación, y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús”
“Después
de haber dicho esto, Jesús fue con sus discípulos al otro lado del torrente
Cedrón. Había en ese lugar una huerta y allí entró con ellos.
Judas,
el traidor, también conocía el lugar porque Jesús y sus discípulos se reunían
allí con frecuencia.
Entonces
Judas, al frente de un destacamento de soldados y de los guardias designados
por los sumos sacerdotes y los fariseos, llegó allí con faroles, antorchas y
armas.
Jesús,
sabiendo todo lo que le iba a suceder, se adelantó y les preguntó: "¿A
quién buscan?".
Le
respondieron: "A Jesús, el Nazareno". El les dijo: "Soy
yo". Judas, el que lo entregaba, estaba con ellos.
Cuando
Jesús les dijo: "Soy yo", ellos retrocedieron y cayeron en tierra.
Les
preguntó nuevamente: "¿A quién buscan?". Le dijeron: "A Jesús,
el Nazareno".
Jesús
repitió: "Ya les dije que soy yo. Si es a mí a quien buscan, dejEn que
estos se vayan".
Así
debía cumplirse la palabra que él había dicho: "No he perdido a ninguno de
los que me confiaste".
Entonces
Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al servidor del Sumo
Sacerdote, cortándole la oreja derecha. El servidor se llamaba Malco.
Jesús
dijo a Simón Pedro: "Envaina tu espada. ¿ Acaso no beberé el cáliz que me
ha dado el Padre?".
El
destacamento de soldados, con el tribuno y los guardias judíos, se apoderaron
de Jesús y lo ataron.
Lo
llevaron primero ante Anás, porque era suegro de Caifás, Sumo Sacerdote aquel
año.
Caifás
era el que había aconsejado a los judíos: "Es preferible que un solo
hombre muera por el pueblo".
Entre
tanto, Simón Pedro, acompañado de otro discípulo, seguía a Jesús. Este
discípulo, que era conocido del Sumo Sacerdote, entró con Jesús en el patio del
Pontífice,
mientras
Pedro permanecía afuera, en la puerta. El otro discípulo, el que era conocido
del Sumo Sacerdote, salió, habló a la portera e hizo entrar a Pedro.
La
portera dijo entonces a Pedro: "¿No eres tú también uno de los discípulos
de ese hombre?". El le respondió: "No lo soy".
Los
servidores y los guardias se calentaban junto al fuego, que habían encendido
porque hacía frío. Pedro también estaba con ellos, junto al fuego.
El
Sumo Sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de su enseñanza.
Jesús
le respondió: "He hablado abiertamente al mundo; siempre enseñé en la
sinagoga y en el Templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho nada
en secreto.
¿Por
qué me interrogas a mí? Pregunta a los que me han oído qué les enseñé. Ellos
saben bien lo que he dicho".
Apenas
Jesús dijo esto, uno de los guardias allí presentes le dio una bofetada,
diciéndole: "¿Así respondes al Sumo Sacerdote?".
Jesús
le respondió: "Si he hablado mal, muestra en qué ha sido; pero si he
hablado bien, ¿por qué me pegas?".
Entonces
Anás lo envió atado ante el Sumo Sacerdote Caifás.
Simón
Pedro permanecía junto al fuego. Los que estaban con él le dijeron: "¿No
eres tú también uno de sus discípulos?". El lo negó y dijo: "No lo
soy".
Uno
de los servidores del Sumo Sacerdote, pariente de aquel al que Pedro había
cortado la oreja, insistió: "¿Acaso no te vi con él en la huerta?".
Pedro
volvió a negarlo, y en seguida cantó el gallo.
Desde
la casa de Caifás llevaron a Jesús al pretorio. Era de madrugada. Pero ellos no
entraron en el pretorio, para no contaminarse y poder así participar en la
comida de Pascua.
Pilato
salió a donde estaban ellos y les preguntó: "¿Qué acusación traen contra
este hombre?". Ellos respondieron:
"Si
no fuera un malhechor, no te lo hubiéramos entregado".
Pilato
les dijo: "Tómenlo y júzguenlo ustedes mismos, según la Ley que
tienen". Los judíos le dijeron: "A nosotros no nos está permitido dar
muerte a nadie".
Así
debía cumplirse lo que había dicho Jesús cuando indicó cómo iba a morir.
Pilato
volvió a entrar en el pretorio, llamó a Jesús y le preguntó: "¿Eres tú el
rey de los judíos?".
Jesús
le respondió: "¿Dices esto por ti mismo u otros te lo han dicho de
mí?".
Pilato
replicó: "¿Acaso yo soy judío? Tus compatriotas y los sumos sacerdotes te
han puesto en mis manos. ¿Qué es lo que has hecho?".
Jesús
respondió: "Mi realeza no es de este mundo. Si mi realeza fuera de este
mundo, los que están a mi servicio habrían combatido para que yo no fuera
entregado a los judíos. Pero mi realeza no es de aquí".
Pilato
le dijo: "¿Entonces tú eres rey?". Jesús respondió: "Tú lo
dices: yo soy rey. Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar
testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz".
Pilato
le preguntó: "¿Qué es la verdad?". Al decir esto, salió nuevamente a
donde estaban los judíos y les dijo: "Yo no encuentro en él ningún motivo
para condenarlo.
Y
ya que ustedes tienen la costumbre de que ponga en libertad a alguien, en
ocasión de la Pascua, ¿quieren que suelte al rey de los judíos?".
Ellos
comenzaron a gritar, diciendo: "¡A él no, a Barrabás!". Barrabás era
un bandido.
Pilato
mandó entonces azotar a Jesús.
Los
soldados tejieron una corona de espinas y se la pusieron sobre la cabeza. Lo
revistieron con un manto rojo,
y
acercándose, le decían: "¡Salud, rey de los judíos!", y lo
abofeteaban.
Pilato
volvió a salir y les dijo: "Miren, lo traigo afuera para que sepan que no
encuentro en él ningún motivo de condena".
Jesús
salió, llevando la corona de espinas y el manto rojo. Pilato les dijo:
"¡Aquí tienen al hombre!".
Cuando
los sumos sacerdotes y los guardias lo vieron, gritaron: "¡Crucifícalo!
¡Crucifícalo!". Pilato les dijo: "Tómenlo ustedes y crucifíquenlo. Yo
no encuentro en él ningún motivo para condenarlo".
Los
judíos respondieron: "Nosotros tenemos una Ley, y según esa Ley debe morir
porque él pretende ser Hijo de Dios".
Al
oír estas palabras, Pilato se alarmó más todavía.
Volvió
a entrar en el pretorio y preguntó a Jesús: "¿De dónde eres tú?".
Pero Jesús no le respondió nada.
Pilato
le dijo: "¿No quieres hablarme? ¿No sabes que tengo autoridad para
soltarte y también para crucificarte?".
Jesús
le respondió: " Tú no tendrías sobre mí ninguna autoridad, si no la
hubieras recibido de lo alto. Por eso, el que me ha entregado a ti ha cometido
un pecado más grave".
Desde
ese momento, Pilato trataba de ponerlo en libertad. Pero los judíos gritaban:
"Si lo sueltas, no eres amigo del César, porque el que se hace rey se
opone al César".
Al
oír esto, Pilato sacó afuera a Jesús y lo hizo sentar sobre un estrado, en el
lugar llamado "el Empedrado", en hebreo, "Gábata".
Era
el día de la Preparación de la Pascua, alrededor del mediodía. Pilato dijo a
los judíos: "Aquí tienen a su rey".
Ellos
vociferaban: "¡Que muera! ¡Que muera! ¡Crucifícalo!". Pilato les
dijo: "¿Voy a crucificar a su rey?". Los sumos sacerdotes
respondieron: "No tenemos otro rey que el César".
Entonces
Pilato se lo entregó para que lo crucificaran, y ellos se lo llevaron.
Jesús,
cargando sobre sí la cruz, salió de la ciudad para dirigirse al lugar llamado
"del Cráneo", en hebreo "Gólgota".
Allí
lo crucificaron; y con él a otros dos, uno a cada lado y Jesús en el medio.
Pilato
redactó una inscripción que decía: "Jesús el Nazareno, rey de los
judíos", y la hizo poner sobre la cruz.
Muchos
judíos leyeron esta inscripción, porque el lugar donde Jesús fue crucificado
quedaba cerca de la ciudad y la inscripción estaba en hebreo, latín y griego.
Los
sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato: "No escribas: 'El rey de
los judíos', sino: 'Este ha dicho: Yo soy el rey de los judíos'.
Pilato
respondió: "Lo escrito, escrito está".
Después
que los soldados crucificaron a Jesús, tomaron sus vestiduras y las dividieron
en cuatro partes, una para cada uno. Tomaron también la túnica, y como no tenía
costura, porque estaba hecha de una sola pieza de arriba abajo,
se
dijeron entre sí: "No la rompamos. Vamos a sortearla, para ver a quién le
toca". Así se cumplió la Escritura que dice: Se repartieron mis vestiduras
y sortearon mi túnica. Esto fue lo que hicieron los soldados.
Junto
a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de
Cleofás, y María Magdalena.
Al
ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús le dijo:
"Mujer, aquí tienes a tu hijo".
Luego
dijo al discípulo: "Aquí tienes a tu madre". Y desde aquel momento,
el discípulo la recibió en su casa.
Después,
sabiendo que ya todo estaba cumplido, y para que la Escritura se cumpliera
hasta el final, Jesús dijo: Tengo sed.
Había
allí un recipiente lleno de vinagre; empaparon en él una esponja, la ataron a
una rama de hisopo y se la acercaron a la boca.
Después
de beber el vinagre, dijo Jesús: "Todo se ha cumplido". E inclinando
la cabeza, entregó su espíritu.
Era
el día de la Preparación de la Pascua. Los judíos pidieron a Pilato que hiciera
quebrar las piernas de los crucificados y mandara retirar sus cuerpos, para que
no quedaran en la cruz durante el sábado, porque ese sábado era muy solemne.
Los
soldados fueron y quebraron las piernas a los dos que habían sido crucificados
con Jesús.
Cuando
llegaron a él, al ver que ya estaba muerto, no le quebraron las piernas,
sino
que uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y en seguida brotó
sangre y agua.
El
que vio esto lo atestigua: su testimonio es verdadero y él sabe que dice la
verdad, para que también ustedes crean.
Esto
sucedió para que se cumpliera la Escritura que dice: No le quebrarán ninguno de
sus huesos.
Y
otro pasaje de la Escritura, dice: Verán al que ellos mismos traspasaron.
Después
de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús -pero secretamente, por
temor a los judíos- pidió autorización a Pilato para retirar el cuerpo de
Jesús. Pilato se la concedió, y él fue a retirarlo.
Fue
también Nicodemo, el mismo que anteriormente había ido a verlo de noche, y
trajo una mezcla de mirra y áloe, que pesaba unos treinta kilos.
Tomaron
entonces el cuerpo de Jesús y lo envolvieron con vendas, agregándole la mezcla
de perfumes, según la costumbre de sepultar que tienen los judíos.
En
el lugar donde lo crucificaron había una huerta y en ella, una tumba nueva, en
la que todavía nadie había sido sepultado.
Como
era para los judíos el día de la Preparación y el sepulcro estaba cerca,
pusieron allí a Jesús”.
REFLEXIÓN
Juan nos ofrece una perspectiva singular de la pasión y muerte de Jesús.
Sus padecimientos y su crucifixión son el camino a la gloria; es el rey que victorioso vence al mundo y al príncipe de este mundo; elevado sobre la cruz juzga al mundo y atrae a todos hacia él.
El episodio del huerto muestra el enfrentamiento entre la luz y las tinieblas. Jesús, “luz del mundo”, se adelanta soberano. Judas y sus acompañantes, que se presentan con “faroles y antorchas”, encarnan el rechazo a la luz verdadera. Jesús aparece como el Buen Pastor que no abandona a sus ovejas: “Si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos”. Durante el proceso Jesús aparece sereno y soberano. Desenmascara la ambigüedad de la autoridad de Pilato y habla de su reino: “Mi reino no es de este mundo”, es decir, no es como los reinos de la tierra. Su reino se basa en “la verdad”. Se entra en él aceptando su palabra: “Todo el que es de la verdad escucha mi voz”. Como un rey, es coronado de espinas y revestido de un manto. Así lo saludan los soldados: “Salve, rey de los judíos”. Pilato lo presenta y la turba como “el Hombre”, pero la muchedumbre lo rechaza.
Junto a la cruz de Jesús aparece congregada simbólicamente la Iglesia, en la persona de “su Madre” y del “discípulo que tanto quería”. Su Madre evoca a Sión-Jerusalén, que en medio del dolor engendra a sus hijos. El discípulo es figura del creyente, que acoge a la Madre de Jesús como suya.
Al morir, Jesús entrega el Espíritu, fuente de la vida, que lleva a la verdad completa. De su cuerpo brota “sangre y agua”, probable alusión a los dones del Cristo glorificando a su comunidad: el bautismo y la eucaristía. Su cuerpo, colocado en un sepulcro nuevo, será de ahora en adelante el verdadero templo de Dios, fuente de vida y de salvación para la humanidad.
Jesús ha cumplido su misión: “Está cumplido”. El camino de glorificación que le va a devolver victorioso a la gloria del Padre ha comenzado. Ahora le toca continuar su tarea a su nuevo cuerpo místico, la Iglesia, que acaba de nacer de la sangre y el agua de su corazón traspasado, y al que ha dejado en las mejores manos: en las de María, su madre, desde hoy confirmada como madre de la Iglesia, madre nuestra: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” y “ahí tienes a tu Madre”.
ENTRA EN TU INTERIOR
La muerte ha sido el gran misterio que ha preocupado al hombre a través de toda su historia. Porque aunque éste ha pretendido negar todas las verdades, sin embargo hay una que siempre le persigue y nunca ha podido rechazar: la realidad de la muerte. Ni siquiera los ateos más recalcitrantes se han atrevido a negar que ellos también han de morir.
Para el pagano la muerte era toda una tragedia; no tenían ideas claras sobre el más allá, por eso no obstante que admitían una existencia más allá de la tumba, dicha existencia estaba rodeada de oscuridad y enigmas. Además no todos admitían una vida después de la muerte porque ésta era un desaparecer total, el fin de todas las esperanzas, la frustración de todos los anhelos. Los mismos judíos aceptaban la resurrección pero la dilataban hasta el fin de la historia.
Para los discípulos la situación era muy desalentadora; ellos esperaban un Mesías terreno que iba a revivir las glorias del reinado de David y Salomón y he aquí que sus ilusiones se desvanecieron como la espuma. Esa sensación de desaliento está claramente expresada en uno de los discípulos de Emaús:
Nosotros esperábamos que sería él quien rescataría a Israel; más con todo, van ya tres días desde que sucedió esto. (Lc 24,21)
La muerte de Jesús había sido un acontecimiento trágico; sus enemigos habían logrado lo que querían: quitarlo de en medio; los fariseos, porque había desenmascarado su hipocresía, los sacerdotes porque había denunciado la vaciedad de un culto formalista; los saduceos porque había refutado la negación de la resurrección; los ricos porque les había echado en cara la injusticia de sus actuaciones; los romanos porque pensaron que era un sedicioso.
Jesús murió abandonado por todos; sus discípulos huyeron, los judíos lo despreciaban; el Padre se hizo sordo a su clamor; esa tarde en la cruz colgaba el cuerpo de un ajusticiado, condenado por la justicia humana y rechazado por su pueblo. Parecía que el odio hubiera vencido sobre el amor; el poder sobre la debilidad de un hombre; la tinieblas sobre la luz; la muerte sobre la vida. Aquella tarde cuando las tinieblas cayeron sobre el monte Calvario parecía que todo había terminado y los enemigos de Jesús podían por fin descansar tranquilos.
Pero he aquí que en lo más profundo de los acontecimientos, la realidad era distinta. Jesús no era un vencido, sino un triunfador; no lo aprisionaba la muerte, sino que se había liberado de su abrazo mortal; lo que parecía ignominia se transformó en gloria; lo que muchos pensaban que era el fin, no era sino el comienzo de una nueva etapa de la historia de la salvación. La cruz dejó de ser un instrumento de tortura, para convertirse en el trono de gloria del nuevo rey y la corona de espinas que ciñó su cabeza es ahora una diadema de honor.
Al morir Jesús dio un nuevo sentido a la muerte, a la vida, al dolor. La pregunta desesperada del hombre sobre la muerte encontró una respuesta. Pero esto no significa que podamos cruzarnos de brazos y contentarnos con enseñar que la muerte de Jesús significó un cambio en la vida de la humanidad. Ese cambio debe manifestarse en nuestra existencia porque él no aceptó su muerte con la resignación de quien se somete a un destino ineludible, sino como quien acepta una misión de Dios. Por eso su muerte condena la injusticia de los crímenes y asesinatos, pero nos pide hacer algo contra la injusticia porque no solo condena la explotación de los oprimidos, sino que nos pide mejorar su situación; la muerte de Jesús no solo es un rechazo del abandono de las muchedumbres, sino que nos exige que nos acerquemos al desvalido.
Su muerte no es solamente un recuerdo que revivimos cada año, sino un llamado a mejorar el mundo, a destruir las estructuras de pecado; a restablecer las condiciones de paz; a construir una sociedad basada en la concordia, la colaboración y la justicia.
Jesús sigue muriendo en nuestros barrios marginados, en los soldados y guerrilleros que yacen en las selvas, en los secuestrados y prisioneros, en los enfermos y en los ignorantes. A nosotros nos toca hacer que se grito de desesperación que Jesús pronunció cuando dijo “Padre, por qué me has abandonado” se convierta en el grito de esperanza: “Padre en tus manos encomiendo mi espíritu”.
José Antonio Pagola
ORA EN TU INTERIOR
La señal del cristiano es la santa cruz. Donde quiera haya una cruz habrá un cristiano, y donde quiera que haya un cristiano habrá una cruz. Se multiplican las cruces en lugares sagrados y la lucimos y hacemos con frecuencia la señal de la cruz. No importa que la quiten de los centros oficiales, importa que la llevemos por dentro, donde nadie nos la podrá quitar. Es señal del cristiano porque por ella nos vino la salvación, porque se convirtió en fuente inagotable de gracia.
Pero permitidme sólo una llamada de atención: Cruz significa amor total y definitivo. Donde haya cruz tiene que haber amor.
Cristo sigue crucificado. Tantos Cristos que soportan cruces indecibles. También a ellos debemos acercarnos y mirarlos con fe y comunión. Alguna cruz todos tenemos, enfermedad, soledad, incomprensión, fracaso, limitaciones, paro, pobreza, problemas familiares, desilusiones, miedos…
Decimos que la cruz de Cristo es muy grande y muy pesada, y que tenemos que llevarla entre todos. Pero no. Es la cruz de los hombres la que es grande, pesada, multiplicada, y Cristo quiere llevarla con nosotros. En cada una de nuestras cruces, Cristo se hace presente y la comparte. Cargad con mi cruz, nos dice, porque mi cruz es ligera y salvadora. Dadme las vuestras y os sentiréis aliviados y santificados.
Nuestra mirada al crucificado debe ser de comunión. Como miraban los mordidos por las serpientes venenosas a la serpiente del estandarte, que Dios mandó a Moisés que hiciera y pusiera en alto. Eran curados porque miraban con fe. “El Hijo del hombre tiene que ser levantado para que todo el que crea tenga por él vida eterna” (Jn 3,14-15). Mirada de comunión, como la de María cuando estaba junto a la cruz de su hijo.
Gracias, Jesús, porque en tu cruz nos has redimido. Hoy vamos a poner todas nuestras miserias y pecados en esa cruz bendita: nuestro orgullo en tu cabeza coronada, nuestras codicias en tus manos abiertas, rebosantes de amor. Para ti fue un infierno de dolor, angustia y abandono. Cargaste con nuestros pecados y en tus heridas fuimos salvados. Amé.
MEDITEMOS CON EL VIACRUCIS DE FANO
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