COMIENZA EN SANTO TRIDUO PASCUAL
28 de Marzo
JUEVES SANTO EN LA CENA DEL SEÑOR
DÍS DEL AMOR FRATERNO
1ª Lectura: Éxodo 12,1-8.11-14
Salmo 115: El cáliz que bendecimos es comunión con la sangre de Cristo
2ª Lectura: 1 cor 11,23-26
PALABRA DEL DÍA
Jn 13,1-15
“Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Estaban cenando, ya el diablo le había metido en la cabeza a Judas Iscariote, el de Simón, que lo entregara, y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe, luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido. Llegó a Simón Pedro, y éste le dijo: -“Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?”. Jesús le replicó: -“Lo que yo hago tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde”. Pedro le dijo: -“No me lavarás los pies jamás”. Jesús le contestó: -“Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo”. Simón Pedro le dijo: -“Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza”. Jesús le dijo: -“Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio. También vosotros estáis limpios, aunque no todos”. Porque sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: “No todos estáis limpios”. Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo: -“¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis “el Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”.
Versión para Latinoamérica extraída de la biblia del Pueblo de Dios
“Antes
de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de
este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo,
los amó hasta el fin.
Durante
la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón,
el propósito de entregarlo,
sabiendo
Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios
y volvía a Dios,
se
levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la
cintura.
Luego
echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a
secárselos con la toalla que tenía en la cintura.
Cuando
se acercó a Simón Pedro, este le dijo: "¿Tú, Señor, me vas a lavar los
pies a mí?".
Jesús
le respondió: "No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero
después lo comprenderás".
"No,
le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!". Jesús le respondió:
"Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte".
"Entonces,
Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la
cabeza!".
Jesús
le dijo: "El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque
está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no
todos".
El
sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: "No todos ustedes
están limpios".
Después
de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo:
"¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes?
Ustedes
me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy.
Si
yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también
deben lavarse los pies unos a otros.
Les
he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes”.
REFLEXIÓN
Si la tarde del Jueves Santo tuviéramos que arreglar cuentas con el Señor, quedaríamos endeudados para siempre. Las facturas de amor son impagables. Esta tarde Jesús nos amó hasta el fin. Su amor desborda en palabras, gestos y sentimientos. La temperatura del Cenáculo fue en aquellos momentos la más alta de la tierra y de la historia. No hay calor más grande, no hay amor más grande.
El Hijo de Dios descendió por el camino del amor. El amor verdadero nos enseña a descender. Toda la vida de Jesús fue una carrera descendente, desde la cuna a la cruz, pasando por Nazaret.
Dios se hizo hombre para aprender a llorar y a servir. “Se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo” (Flp 2,7).
¡Cuántas admiraciones tendríamos que poner aquí! Estas ideas ya las hemos escuchado muchas veces y estamos acostumbrados. Pero no debiéramos acostumbrarnos, sino estremecernos. Y más, debiéramos ejercitarnos en el compromiso diaconal. Éste es el principio constitutivo de toda diaconía. Porque un amor que no se hace servicio, un amor que no se ciñe la toalla, coge una jofaina y no se pone a lavarles los pies a los hermano, no es amor.
Conocer el amor de Cristo es tarea que nos supera, porque excede todo lo que nosotros sabemos del amor.
· Es como el amor de los amigos, pero más.
· Es como el amor enamorado, pero más.
· Es como el amor del padre y de la madre, pero más.
· Es como el amor de los hijos y los hermanos, pero más.
· Es como el amor del que sirve, pero más.
· Es como el amor del que comparte, pero más.
· Es como el amor del que perdona, pero más.
· Es como el amor del que se entrega, pero más.
· Es como el amor humano todo junto, pero más.
Sí, conocer el amor de Cristo, que no se trata de conocerlo de manera teórica. Por ahí podemos llegar hasta un cierto límite, aun contando con la gracia y la luz de Dios. Lo que pedimos es un conocimiento de participación y comunión.
Este conocimiento tiene que ver con el don de sabiduría, pero más con el fruto de la caridad. Que Dios te haga sentir su amor. Sólo el que es amado y el que ama sabe lo que es el amor.
Él te amó primero. En ese amor aceptado y concienciado puedes conocer lo que es el misterio del amor divino, tal como se manifestó en Jesucristo. Un amor infinito en misericordia y generosidad.
El lavatorio de los pies es el signo que prepara o complementa el den pan partido y la sangre derramada. Nos asombra de inmediato la humildad de este Dios, despojado de su túnica divina y ahora maestro despojado de su manto, señor sin diván y sin anillos; y nos asombra la caridad de este Dios, caridad servicial, un amor delicado y detallista, vestido con traje de criado.
Era un gesto muy característico de Jesús: partir el pan. Lo bendecía, lo partía, lo compartía. Lo reconocían sus seguidores por esta costumbre. Jesús era el que no retenía, el que daba un toque al pan que lo hacía más sabroso, el que sabía compartir, nadie pasaba hambre junto a él.
Ahora, en la última Cena, el gesto se eleva a la categoría de signo y sacramento. Jesús parte el pan, pero dice: éste es mi cuerpo que va a ser entregado por vosotros (Lc 29,19).
ENTRA EN TU INTERIOR
Consciente de la inminencia de su muerte, necesita compartir con los suyos su confianza total en el Padre incluso en esta hora. Los quiere preparar para un golpe tan duro; su ejecución no les tiene que hundir en la tristeza o la desesperación. Tienen que compartir juntos los interrogantes que se despiertan en todos ellos: ¿qué va a ser del reino de Dios sin Jesús? ¿Qué deben hacer sus seguidores? ¿Dónde van a alimentar en adelante su esperanza en la venida del reino de Dios?
Al parecer, no se trata de una cena pascual. Es cierto que algunas fuentes indican que Jesús quiso celebrar con sus discípulos la cena de Pascua o séder, en la que los judíos conmemoran la liberación de la esclavitud egipcia. Sin embargo, al describir el banquete, no se hace una sola alusión a la liturgia de la Pascua, nada se dice del cordero pascual ni de las hierbas amargas que se comen esa noche, no se recuerda ritualmente la salida de Egipto, tal como estaba prescrito.
Por otra parte es impensable que esa misma noche en la que todas las familias estaban celebrando la cena más importante del calendario judío, los sumos sacerdotes y sus ayudantes lo dejaran todo para ocuparse de la detención de Jesús y organizar una reunión nocturna con el fin de ir concretando las acusaciones más graves contra él. Parece más verosímil la información de otra fuente que sitúa la cena de Jesús antes de la fiesta de Pascua, pues nos dice que Jesús es ejecutado el 14 de nisán, la víspera de Pascua. Así pues, no parece posible establecer con seguridad el carácter pascual de la última cena. Probablemente, Jesús peregrinó hasta Jerusalén para celebrar la Pascua con sus discípulos, pero no pudo llevar a cabo su deseo, pues fue detenido y ajusticiado antes de que llegara esa noche. Sin embargo sí le dio tiempo para celebrar una cena de despedida.
En cualquier caso, no es una comida ordinaria, sino una cena solemne, la última de tantas otras que habían celebrado por las aldeas de Galilea. Bebieron vino, como se hacía en las grandes ocasiones; cenaron recostados para tener una sobremesa tranquila, no sentados, como lo hacían cada día.
Probablemente no es una cena de Pascua, pero en el ambiente se respira ya la excitación de las fiestas pascuales. Los peregrinos hacen sus últimos preparativos: adquieren pan ázimo y compran su cordero pascual. Todos buscan un lugar en los albergues o en los patios y terrazas de las casas. También el grupo de Jesús busca un lugar tranquilo. Esa noche Jesús no se retira a Betania como los días anteriores. Se queda en Jerusalén. Su despedida ha de celebrarse en la ciudad santa. Los relatos dicen que celebró la cena con los Doce, pero no hemos de excluir la presencia de otros discípulos y discípulas que han venido con él en peregrinación. Sería muy extraño que, en contra de su costumbre de compartir su mesa con toda clase de gentes, incluso pecadores, Jesús adoptara de pronto una actitud tan selectiva y restringida.
¿Podemos saber qué se vivió realmente en esa cena?
Jesús vivía las comidas y cenas que hacía en Galilea como símbolo y anticipación del banquete final en el reino de Dios. Todos conocen esas comidas animadas por la fe de Jesús en el reino definitivo del Padre.
Es uno de sus rasgos característicos mientras recorre las aldeas. También esta noche, aquella cena le hace pensar en el banquete final del reino. Dos sentimientos embargan a Jesús. Primero, la certeza de su muerte inminente; no lo puede evitar: aquella es la última copa que va a compartir con los suyos; todos lo saben: no hay que hacerse ilusiones. Al mismo tiempo, su confianza inquebrantable en el reino de Dios, al que ha dedicado su vida entera. Habla con claridad: «Os aseguro: ya no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que lo beba, nuevo, en el reino de Dios».
La muerte está próxima. Responder a su llamada. Su actividad como profeta y portador del reino de Dios va a ser violentamente truncada, pero su ejecución no va a impedir la llegada del reino de Dios que ha estado anunciando a todos. Jesús mantiene inalterable su fe en esa intervención salvadora de Dios. Está seguro de la validez de su mensaje. Su muerte no ha de destruir la esperanza de nadie. Dios no se echará atrás. Un día Jesús se sentará a la mesa para celebrar, con una copa en sus manos, el banquete eterno de Dios con sus hijos e hijas. Beberán un vino «nuevo» y compartirán juntos la fiesta final del Padre. La cena de esta noche es un símbolo.
Movido por esta convicción, Jesús se dispone a animar la cena contagiando a sus discípulos su esperanza.
Comienza la comida siguiendo la costumbre judía: se pone en pie, toma en sus manos pan y pronuncia, en nombre de todos, una bendición a Dios, a la que todos responden diciendo «amén». Luego rompe el pan y va distribuyendo un trozo a cada uno. Todos conocen aquel gesto. Probablemente se lo han visto hacer a Jesús en más de una ocasión. Saben lo que significa aquel rito del que preside la mesa: al obsequiarles con este trozo de pan, Jesús les hace llegar la bendición de Dios. ¡Cómo les impresionaba cuando se lo daba a los pecadores, recaudadores y prostitutas! Al recibir aquel pan, todos se sentían unidos entre sí y
con Dios. Pero aquella noche, Jesús añade unas palabras que le dan un contenido nuevo e insólito a su gesto. Mientras les distribuye el pan les va diciendo estas palabras: «Esto es mi cuerpo. Yo soy este pan. Vedme en estos trozos entregándome hasta el final, para haceros llegar la bendición del reino de Dios».
con Dios. Pero aquella noche, Jesús añade unas palabras que le dan un contenido nuevo e insólito a su gesto. Mientras les distribuye el pan les va diciendo estas palabras: «Esto es mi cuerpo. Yo soy este pan. Vedme en estos trozos entregándome hasta el final, para haceros llegar la bendición del reino de Dios».
¿Qué sintieron aquellos hombres y mujeres cuando escucharon por vez primera estas palabras de Jesús?
Les sorprende mucho más lo que hace al acabar la cena. Todos conocen el rito que se acostumbra. Hacia el final de la comida, el que presidía la mesa, permaneciendo sentado, cogía en su mano derecha una copa de vino, la mantenía a un palmo de altura sobre la mesa y pronunciaba sobre ella una oración de acción de gracias por la comida, a la que todos respondían «amén». A continuación bebía de su copa, lo cual servía de señal a los demás para que cada uno bebiera de la suya. Sin embargo, aquella noche Jesús cambia el rito e invita a sus discípulos y discípulas a que todos beban de una única copa: ¡la suya! Todos comparten esa «copa de salvación» bendecida por Jesús. En esa copa que se va pasando y ofreciendo a todos, Jesús ve algo «nuevo» y peculiar que quiere explicar: «Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre. Mi muerte abrirá un futuro nuevo para vosotros y para todos». Jesús no piensa solo en sus discípulos más cercanos.
En este momento decisivo y crucial, el horizonte de su mirada se hace universal: la nueva Alianza, el reino definitivo de Dios será para muchos, «para todos» .
Con estos gestos proféticos de la entrega del pan y del vino, compartidos por todos, Jesús convierte aquella cena de despedida en una gran acción sacramental, la más importante de su vida, la que mejor resume su servicio al reino de Dios, la que quiere dejar grabada para siempre en sus seguidores. Quiere que sigan vinculados a él y que alimenten en él su esperanza. Que lo recuerden siempre entregado a su servicio. Seguirá siendo «el que sirve», el que ha ofrecido su vida y su muerte por ellos, el servidor de todos. Así está ahora en medio de ellos en aquella cena y así quiere que lo recuerden siempre. El pan y la copa de vino les evocará antes que nada la fiesta final del reino de Dios; la entrega de ese pan a cada uno y la participación en la misma copa les traerá a la memoria la entrega total de Jesús. «Por vosotros»: estas palabras resumen bien lo que ha sido su vida al servicio de los pobres, los enfermos, los pecadores, los despreciados, las oprimidas, todos los necesitados… Estas palabras expresan lo que va a ser ahora su muerte: se ha «desvivido» por ofrecer a todos, en nombre de Dios, acogida, curación, esperanza y perdón.
Ahora entrega su vida hasta la muerte ofreciendo a todos la salvación del Padre.
Así fue la despedida de Jesús, que quedó grabada para siempre en las comunidades cristianas. Sus seguidores no quedarán huérfanos; la comunión con él no quedará rota por su muerte; se mantendrá hasta que un día beban todos juntos la copa de «vino nuevo» en el reino de Dios. No sentirán el vacío de su ausencia: repitiendo aquella cena podrán alimentarse de su recuerdo y su presencia. Él estará con los suyos sosteniendo su esperanza; ellos prolongarán y reproducirán su servicio al reino de Dios hasta el reencuentro final. De manera germinal, Jesús está diseñando en su despedida las líneas maestras de su movimiento de seguidores: una comunidad alimentada por él mismo y dedicada totalmente a abrir caminos al reino de Dios, en una actitud de servicio humilde y fraterno, con la esperanza puesta en el reencuentro de la fiesta final.
¿Hace además Jesús un nuevo signo invitando a sus discípulos al servicio fraterno? El evangelio de Juan dice que, en un momento determinado de la cena, se levantó de la mesa y «se puso a lavar los pies de los discípulos». Según el relato, lo hizo para dar ejemplo a todos y hacerles saber que sus seguidores deberían vivir en actitud de servicio mutuo: «Lavándoos los pies unos a otros». La escena es probablemente una creación del evangelista, pero recoge de manera admirable el pensamiento de Jesús. El gesto es insólito.
En una sociedad donde está tan perfectamente determinado el rol de las personas y los grupos, es impensable que el comensal de una comida festiva, y menos aún el que preside la mesa, se ponga a realizar esta tarea humilde reservada a siervos y esclavos. Según el relato, Jesús deja su puesto y, como un esclavo, comienza a lavar los pies a los discípulos. Difícilmente se puede trazar una imagen más expresiva de lo que ha sido su vida, y de lo que quiere dejar grabado para siempre en sus seguidores. Lo ha repetido muchas veces: «El que quiera ser grande entre vosotros, será vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos». Jesús lo expresa ahora plásticamente en esta escena: limpiando los pies a sus discípulos está actuando como siervo y esclavo de todos; dentro de unas horas morirá crucificado, un castigo reservado sobre todo a esclavos.
José Antonio Pagola
ORA EN TU
INTERIOR
Señor, gracias por tu gesto de amor
y humildad, lavando los pies de los discípulos; gracias, por tu amor hasta el
extremo y por el mandamiento nuevo del amor fraterno; gracias, por el
sacramento de la eucaristía, que te hace realmente presente, vivo y vivificante
en mi vida; gracias, por el sacramento del sacerdocio ministerial, al que
llamas a quienes tú eliges ¡Santifícalos en la verdad, hazlos firmes en la fe,
diligentes en la oración, prontos a la caridad y al servicio a los hermanos!.
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