MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS JÓVENES DEL MUNDO
PARA LA XXVIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
RIO 2013
A LOS JÓVENES DEL MUNDO
PARA LA XXVIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
RIO 2013
“Id
y haced discípulos a todos los pueblos” (cf. Mt 28,19)
Queridos
jóvenes:
Quiero
haceros llegar a todos un saludo lleno de alegría y afecto. Estoy seguro de que
la mayoría de vosotros habéis regresado de la Jornada Mundial de la Juventud de Madrid «arraigados y edificados en Cristo,
firmes en la fe» (cf. Col 2,7). En este año hemos celebrado en
las diferentes diócesis la alegría de ser cristianos, inspirados por el tema:
«Alegraos siempre en el Señor» (Flp 4,4). Y ahora nos estamos preparando
para la próxima Jornada Mundial, que se celebrará en Río de Janeiro, en Brasil,
en el mes de julio de 2013.
Quisiera
renovaros ante todo mi invitación a que participéis en esta importante cita. La
célebre estatua del Cristo Redentor, que domina aquella hermosa ciudad
brasileña, será su símbolo elocuente. Sus brazos abiertos son el signo de la
acogida que el Señor regala a cuantos acuden a él, y su corazón representa el
inmenso amor que tiene por cada uno de vosotros. ¡Dejaos atraer por él! ¡Vivid
esta experiencia del encuentro con Cristo, junto a tantos otros jóvenes que se
reunirán en Río para el próximo encuentro mundial! Dejaos amar por él y seréis
los testigos que el mundo tanto necesita.
Os
invito a que os preparéis a la Jornada Mundial de Río de Janeiro meditando
desde ahora sobre el tema del encuentro: Id y haced discípulos a todos los
pueblos (cf. Mt 28,19). Se trata de la gran exhortación misionera
que Cristo dejó a toda la Iglesia y que sigue siendo actual también hoy, dos
mil años después. Esta llamada misionera tiene que resonar ahora con fuerza en
vuestros corazones. El año de preparación para el encuentro de Río coincide con
el Año de la Fe, al comienzo del cual el Sínodo de los Obispos ha dedicado sus trabajos a «La nueva
evangelización para la transmisión de la fe cristiana». Por ello, queridos
jóvenes, me alegro que también vosotros os impliquéis en este impulso misionero
de toda la Iglesia: dar a conocer a Cristo, que es el don más precioso que
podéis dar a los demás.
1.
Una llamada apremiante
La
historia nos ha mostrado cuántos jóvenes, por medio del generoso don de sí
mismos y anunciando el Evangelio, han contribuido enormemente al Reino de Dios
y al desarrollo de este mundo. Con gran entusiasmo, han llevado la Buena Nueva
del Amor de Dios, que se ha manifestado en Cristo, con medios y posibilidades
muy inferiores con respecto a los que disponemos hoy. Pienso, por ejemplo, en
el beato José de Anchieta, joven jesuita español del siglo XVI, que partió a
las misiones en Brasil cuando tenía menos de veinte años y se convirtió en un
gran apóstol del Nuevo Mundo. Pero pienso también en los que os dedicáis
generosamente a la misión de la Iglesia. De ello obtuve un sorprendente
testimonio en la Jornada Mundial de Madrid, sobre todo en el encuentro con los voluntarios.
Hay
muchos jóvenes hoy que dudan profundamente de que la vida sea un don y no ven
con claridad su camino. Ante las dificultades del mundo contemporáneo, muchos
se preguntan con frecuencia: ¿Qué puedo hacer? La luz de la fe ilumina esta
oscuridad, nos hace comprender que cada existencia tiene un valor inestimable,
porque es fruto del amor de Dios. Él ama también a quien se ha alejado de él;
tiene paciencia y espera, es más, él ha entregado a su Hijo, muerto y
resucitado, para que nos libere radicalmente del mal. Y Cristo ha enviado a sus
discípulos para que lleven a todos los pueblos este gozoso anuncio de salvación
y de vida nueva.
En
su misión de evangelización, la Iglesia cuenta con vosotros. Queridos jóvenes:
Vosotros sois los primeros misioneros entre los jóvenes. Al final del Concilio Vaticano II, cuyo 50º aniversario estamos celebrando
en este año, el siervo de Dios Pablo VI entregó a los jóvenes del mundo un
Mensaje que empezaba con estas palabras: «A vosotros, los jóvenes de uno y otro
sexo del mundo entero, el Concilio quiere dirigir su último mensaje. Pues sois
vosotros los que vais a recoger la antorcha de manos de vuestros mayores y a
vivir en el mundo en el momento de las más gigantescas transformaciones de su
historia. Sois vosotros quienes, recogiendo lo mejor del ejemplo y las
enseñanzas de vuestros padres y maestros, vais a formar la sociedad de mañana;
os salvaréis o pereceréis con ella». Concluía con una llamada: «¡Construid con
entusiasmo un mundo mejor que el de vuestros mayores!» (Mensaje a los Jóvenes, 8 de diciembre de 1965).
Queridos
jóvenes, esta invitación es de gran actualidad. Estamos atravesando un período
histórico muy particular. El progreso técnico nos ha ofrecido posibilidades
inauditas de interacción entre los hombres y la población, mas la globalización
de estas relaciones sólo será positiva y hará crecer el mundo en humanidad si
se basa no en el materialismo sino en el amor, que es la única realidad capaz
de colmar el corazón de cada uno y de unir a las personas. Dios es amor. El
hombre que se olvida de Dios se queda sin esperanza y es incapaz de amar a su
semejante. Por ello, es urgente testimoniar la presencia de Dios, para que cada
uno la pueda experimentar. La salvación de la humanidad y la salvación de cada
uno de nosotros están en juego. Quien comprenda esta necesidad, sólo podrá
exclamar con Pablo: «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1Co 9,16).
2.
Sed discípulos de Cristo
Esta
llamada misionera se os dirige también por otra razón: Es necesaria para
vuestro camino de fe personal. El beato Juan Pablo II escribió: «La fe se
refuerza dándola» (Enc. Redemptoris Missio, 2). Al anunciar el Evangelio vosotros
mismos crecéis arraigándoos cada vez más profundamente en Cristo, os convertís
en cristianos maduros. El compromiso misionero es una dimensión esencial de la
fe; no se puede ser un verdadero creyente si no se evangeliza. El anuncio del
Evangelio no puede ser más que la consecuencia de la alegría de haber
encontrado en Cristo la roca sobre la que construir la propia existencia.
Esforzándoos en servir a los demás y en anunciarles el Evangelio, vuestra vida,
a menudo dispersa en diversas actividades, encontrará su unidad en el Señor, os
construiréis también vosotros mismos, creceréis y maduraréis en humanidad.
¿Qué
significa ser misioneros? Significa ante todo ser discípulos de Cristo,
escuchar una y otra vez la invitación a seguirle, la invitación a mirarle:
«Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Un discípulo
es, de hecho, una persona que se pone a la escucha de la palabra de Jesús (cf. Lc
10,39), al que se reconoce como el buen Maestro que nos ha amado hasta dar la
vida. Por ello, se trata de que cada uno de vosotros se deje plasmar cada día
por la Palabra de Dios; ésta os hará amigos del Señor Jesucristo, capaces de
incorporar a otros jóvenes en esta amistad con él.
Os
aconsejo que hagáis memoria de los dones recibidos de Dios para transmitirlos a
su vez. Aprended a leer vuestra historia personal, tomad también conciencia de
la maravillosa herencia de las generaciones que os han precedido: Numerosos
creyentes nos han transmitido la fe con valentía, enfrentándose a pruebas e
incomprensiones. No olvidemos nunca que formamos parte de una enorme cadena de hombres
y mujeres que nos han transmitido la verdad de la fe y que cuentan con nosotros
para que otros la reciban. El ser misioneros presupone el conocimiento de este
patrimonio recibido, que es la fe de la Iglesia. Es necesario conocer aquello
en lo que se cree, para poder anunciarlo. Como escribí en la introducción de YouCat,
el catecismo para jóvenes que os regalé en el Encuentro Mundial de Madrid, «tenéis que conocer vuestra fe de forma
tan precisa como un especialista en informática conoce el sistema operativo de
su ordenador, como un buen músico conoce su pieza musical. Sí, tenéis que estar
más profundamente enraizados en la fe que la generación de vuestros padres,
para poder enfrentaros a los retos y tentaciones de este tiempo con fuerza y
decisión» (Prólogo).
3.
Id
Jesús
envió a sus discípulos en misión con este encargo: «Id al mundo entero y
proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se
salvará» (Mc 16,15-16). Evangelizar significa llevar a los demás la
Buena Nueva de la salvación y esta Buena Nueva es una persona: Jesucristo.
Cuando le encuentro, cuando descubro hasta qué punto soy amado por Dios y
salvado por él, nace en mí no sólo el deseo, sino la necesidad de darlo a
conocer a otros. Al principio del Evangelio de Juan vemos a Andrés que, después
de haber encontrado a Jesús, se da prisa para llevarle a su hermano Simón (cf. Jn
1,40-42). La evangelización parte siempre del encuentro con Cristo, el
Señor. Quien se ha acercado a él y ha hecho la experiencia de su amor, quiere
compartir en seguida la belleza de este encuentro que nace de esta amistad.
Cuanto más conocemos a Cristo, más deseamos anunciarlo. Cuanto más hablamos con
él, más deseamos hablar de él. Cuanto más nos hemos dejado conquistar, más
deseamos llevar a otros hacia él.
Por
medio del bautismo, que nos hace nacer a una vida nueva, el Espíritu Santo se
establece en nosotros e inflama nuestra mente y nuestro corazón. Es él quien
nos guía a conocer a Dios y a entablar una amistad cada vez más profunda con
Cristo; es el Espíritu quien nos impulsa a hacer el bien, a servir a los demás,
a entregarnos. Mediante la confirmación somos fortalecidos por sus dones para
testimoniar el Evangelio con más madurez cada vez. El alma de la misión es el
Espíritu de amor, que nos empuja a salir de nosotros mismos, para «ir» y
evangelizar. Queridos jóvenes, dejaos conducir por la fuerza del amor de Dios,
dejad que este amor venza la tendencia a encerrarse en el propio mundo, en los
propios problemas, en las propias costumbres. Tened el valor de «salir» de
vosotros mismos hacia los demás y guiarlos hasta el encuentro con Dios.
4.
Llegad a todos los pueblos
Cristo
resucitado envió a sus discípulos a testimoniar su presencia salvadora a todos
los pueblos, porque Dios, en su amor sobreabundante, quiere que todos se salven
y que nadie se pierda. Con el sacrificio de amor de la Cruz, Jesús abrió el
camino para que cada hombre y cada mujer puedan conocer a Dios y entrar en
comunión de amor con él. Él constituyó una comunidad de discípulos para llevar
el anuncio de salvación del Evangelio hasta los confines de la tierra, para
llegar a los hombres y mujeres de cada lugar y de todo tiempo.¡Hagamos nuestro
este deseo de Jesús!
Queridos
amigos, abrid los ojos y mirad en torno a vosotros. Hay muchos jóvenes que han
perdido el sentido de su existencia. ¡Id! Cristo también os necesita. Dejaos
llevar por su amor, sed instrumentos de este amor inmenso, para que llegue a
todos, especialmente a los que están «lejos». Algunos están lejos
geográficamente, mientras que otros están lejos porque su cultura no deja
espacio a Dios; algunos aún no han acogido personalmente el Evangelio, otros,
en cambio, a pesar de haberlo recibido, viven como si Dios no existiese.
Abramos a todos las puertas de nuestro corazón; intentemos entrar en diálogo
con ellos, con sencillez y respeto mutuo. Este diálogo, si es vivido con
verdadera amistad, dará fruto. Los «pueblos» a los que hemos sido enviados no
son sólo los demás países del mundo, sino también los diferentes ámbitos de la
vida: las familias, los barrios, los ambientes de estudio o trabajo, los grupos
de amigos y los lugares de ocio. El anuncio gozoso del Evangelio está destinado
a todos los ambientes de nuestra vida, sin exclusión.
Quisiera
subrayar dos campos en los que debéis vivir con especial atención vuestro
compromiso misionero. El primero es el de las comunicaciones sociales, en
particular el mundo de Internet. Queridos jóvenes, como ya os dije en
otra ocasión, «sentíos comprometidos a sembrar en la cultura de este nuevo
ambiente comunicativo e informativo los valores sobre los que se apoya vuestra
vida. […] A vosotros, jóvenes, que casi espontáneamente os sentís en sintonía
con estos nuevos medios de comunicación, os corresponde de manera particular la
tarea de evangelizar este “continente digital”» (Mensaje para la XLIII Jornada Mundial de
las Comunicaciones Sociales, 24 mayo 2009). Por ello, sabed usar con sabiduría
este medio, considerando también las insidias que contiene, en particular el
riesgo de la dependencia, de confundir el mundo real con el virtual, de
sustituir el encuentro y el diálogo directo con las personas con los contactos
en la red.
El
segundo ámbito es el de la movilidad. Hoy son cada vez más numerosos los
jóvenes que viajan, tanto por motivos de estudio, trabajo o diversión. Pero
pienso también en todos los movimientos migratorios, con los que millones de
personas, a menudo jóvenes, se trasladan y cambian de región o país por motivos
económicos o sociales. También estos fenómenos pueden convertirse en ocasiones
providenciales para la difusión del Evangelio. Queridos jóvenes, no tengáis
miedo en testimoniar vuestra fe también en estos contextos; comunicar la
alegría del encuentro con Cristo es un don precioso para aquellos con los que
os encontráis.
5.
Haced discípulos
Pienso
que a menudo habéis experimentado la dificultad de que vuestros coetáneos
participen en la experiencia de la fe. A menudo habréis constatado cómo en
muchos jóvenes, especialmente en ciertas fases del camino de la vida, está el
deseo de conocer a Cristo y vivir los valores del Evangelio, pero no se sienten
idóneos y capaces. ¿Qué se puede hacer? Sobre todo, con vuestra cercanía y
vuestro sencillo testimonio abrís una brecha a través de la cual Dios puede
tocar sus corazones. El anuncio de Cristo no consiste sólo en palabras, sino
que debe implicar toda la vida y traducirse en gestos de amor. Es el amor que
Cristo ha infundido en nosotros el que nos hace evangelizadores; nuestro amor
debe conformarse cada vez más con el suyo. Como el buen samaritano, debemos
tratar con atención a los que encontramos, debemos saber escuchar, comprender y
ayudar, para poder guiar a quien busca la verdad y el sentido de la vida hacia
la casa de Dios, que es la Iglesia, donde se encuentra la esperanza y la
salvación (cf. Lc 10,29-37). Queridos amigos, nunca olvidéis que el
primer acto de amor que podéis hacer hacia el prójimo es el de compartir la
fuente de nuestra esperanza: Quien no da a Dios, da muy poco. Jesús ordena a
sus apóstoles: «Haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo
lo que os he mandado» (Mt 28,19-20). Los medios que tenemos para «hacer
discípulos» son principalmente el bautismo y la catequesis. Esto significa que
debemos conducir a las personas que estamos evangelizando para que encuentren a
Cristo vivo, en modo particular en su Palabra y en los sacramentos. De este
modo podrán creer en él, conocerán a Dios y vivirán de su gracia. Quisiera que
cada uno se preguntase: ¿He tenido alguna vez el valor de proponer el bautismo
a los jóvenes que aún no lo han recibido? ¿He invitado a alguien a seguir un
camino para descubrir la fe cristiana? Queridos amigos, no tengáis miedo de
proponer a vuestros coetáneos el encuentro con Cristo. Invocad al Espíritu
Santo: Él os guiará para poder entrar cada vez más en el conocimiento y el amor
de Cristo y os hará creativos para transmitir el Evangelio.
6.
Firmes en la fe
Ante
las dificultades de la misión de evangelizar, a veces tendréis la tentación de
decir como el profeta Jeremías: «¡Ay, Señor, Dios mío! Mira que no sé hablar,
que sólo soy un niño». Pero Dios también os contesta: «No digas que eres niño,
pues irás adonde yo te envíe y dirás lo que yo te ordene» (Jr 1,6-7).
Cuando os sintáis ineptos, incapaces y débiles para anunciar y testimoniar la
fe, no temáis. La evangelización no es una iniciativa nuestra que dependa sobre
todo de nuestros talentos, sino que es una respuesta confiada y obediente a la
llamada de Dios, y por ello no se basa en nuestra fuerza, sino en la suya.
Esto lo experimentó el apóstol Pablo: «Llevamos este tesoro en vasijas de
barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no
proviene de nosotros» (2Co 4,7).
Por
ello os invito a que os arraiguéis en la oración y en los sacramentos. La
evangelización auténtica nace siempre de la oración y está sostenida por ella.
Primero tenemos que hablar con Dios para poder hablar de Dios. En la oración le
encomendamos al Señor las personas a las que hemos sido enviados y le
suplicamos que les toque el corazón; pedimos al Espíritu Santo que nos haga sus
instrumentos para la salvación de ellos; pedimos a Cristo que ponga las
palabras en nuestros labios y nos haga ser signos de su amor. En modo más
general, pedimos por la misión de toda la Iglesia, según la petición explícita
de Jesús: «Rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies» (Mt
9,38). Sabed encontrar en la eucaristía la fuente de vuestra vida de fe y
de vuestro testimonio cristiano, participando con fidelidad en la misa
dominical y cada vez que podáis durante la semana. Acudid frecuentemente al
sacramento de la reconciliación, que es un encuentro precioso con la misericordia
de Dios que nos acoge, nos perdona y renueva nuestros corazones en la caridad.
No dudéis en recibir el sacramento de la confirmación, si aún no lo habéis
recibido, preparándoos con esmero y solicitud. Es, junto con la eucaristía, el
sacramento de la misión por excelencia, que nos da la fuerza y el amor del
Espíritu Santo para profesar la fe sin miedo. Os aliento también a que hagáis
adoración eucarística; detenerse en la escucha y el diálogo con Jesús presente
en el sacramento es el punto de partida de un nuevo impulso misionero.
Si
seguís por este camino, Cristo mismo os dará la capacidad de ser plenamente
fieles a su Palabra y de testimoniarlo con lealtad y valor. A veces seréis
llamados a demostrar vuestra perseverancia, en particular cuando la Palabra de
Dios suscite oposición o cerrazón. En ciertas regiones del mundo, por la falta
de libertad religiosa, algunos de vosotros sufrís por no poder dar testimonio
de la propia fe en Cristo. Hay quien ya ha pagado con la vida el precio de su
pertenencia a la Iglesia. Os animo a que permanezcáis firmes en la fe, seguros
de que Cristo está a vuestro lado en esta prueba. Él os repite:
«Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de
cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa
será grande en el cielo» (Mt 5,11-12).
7.
Con toda la Iglesia
Queridos
jóvenes, para permanecer firmes en la confesión de la fe cristiana allí donde
habéis sido enviados, necesitáis a la Iglesia. Nadie puede ser testigo del Evangelio
en solitario. Jesús envió a sus discípulos a la misión en grupos: «Haced
discípulos» está puesto en plural. Por tanto, nosotros siempre damos testimonio
en cuanto miembros de la comunidad cristiana; nuestra misión es fecundada por
la comunión que vivimos en la Iglesia, y gracias a esa unidad y ese amor
recíproco nos reconocerán como discípulos de Cristo (cf. Jn 13,35). Doy
gracias a Dios por la preciosa obra de evangelización que realizan nuestras
comunidades cristianas, nuestras parroquias y nuestros movimientos eclesiales.
Los frutos de esta evangelización pertenecen a toda la Iglesia: «Uno siembra y
otro siega» (Jn 4,37).
En
este sentido, quiero dar gracias por el gran don de los misioneros, que dedican
toda su vida a anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra. Asimismo,
doy gracias al Señor por los sacerdotes y consagrados, que se entregan
totalmente para que Jesucristo sea anunciado y amado. Deseo alentar aquí a los
jóvenes que son llamados por Dios, a que se comprometan con entusiasmo en estas
vocaciones: «Hay más dicha en dar que en recibir» (Hch 20,35). A los que
dejan todo para seguirlo, Jesús ha prometido el ciento por uno y la vida eterna
(cf. Mt 19,29).
También
doy gracias por todos los fieles laicos que allí donde se encuentran, en
familia o en el trabajo, se esmeran en vivir su vida cotidiana como una misión,
para que Cristo sea amado y servido y para que crezca el Reino de Dios. Pienso,
en particular, en todos los que trabajan en el campo de la educación, la
sanidad, la empresa, la política y la economía y en tantos ambientes del
apostolado seglar. Cristo necesita vuestro compromiso y vuestro testimonio. Que
nada –ni las dificultades, ni las incomprensiones– os hagan renunciar a llevar
el Evangelio de Cristo a los lugares donde os encontréis; cada uno de vosotros
es valioso en el gran mosaico de la evangelización.
8.
«Aquí estoy, Señor»
Queridos
jóvenes, al concluir quisiera invitaros a que escuchéis en lo profundo de
vosotros mismos la llamada de Jesús a anunciar su Evangelio. Como muestra la
gran estatua de Cristo Redentor en Río de Janeiro, su corazón está abierto para
amar a todos, sin distinción, y sus brazos están extendidos para abrazar a
todos. Sed vosotros el corazón y los brazos de Jesús. Id a dar testimonio de su
amor, sed los nuevos misioneros animados por el amor y la acogida. Seguid el
ejemplo de los grandes misioneros de la Iglesia, como san Francisco Javier y
tantos otros.
Al
final de la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid, bendije a algunos jóvenes de diversos
continentes que partían en misión. Ellos representaban a tantos jóvenes que,
siguiendo al profeta Isaías, dicen al Señor: «Aquí estoy, mándame» (Is
6,8). La Iglesia confía en vosotros y os agradece sinceramente el dinamismo que
le dais. Usad vuestros talentos con generosidad al servicio del anuncio del
Evangelio. Sabemos que el Espíritu Santo se regala a los que, en pobreza de
corazón, se ponen a disposición de tal anuncio. No tengáis miedo. Jesús,
Salvador del mundo, está con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo
(cf. Mt 28,20).
Esta
llamada, que dirijo a los jóvenes de todo el mundo, asume una particular
relevancia para vosotros, queridos jóvenes de América Latina. En la V
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, que tuvo lugar en Aparecida
en 2007, los obispos lanzaron una «misión continental». Los jóvenes, que en
aquel continente constituyen la mayoría de la población, representan un
potencial importante y valioso para la Iglesia y la sociedad. Sed vosotros los
primeros misioneros. Ahora que la Jornada Mundial de la Juventud regresa a
América Latina, exhorto a todos los jóvenes del continente: Transmitid a
vuestros coetáneos del mundo entero el entusiasmo de vuestra fe.
Que
la Virgen María, Estrella de la Nueva Evangelización, invocada también con las
advocaciones de Nuestra Señora de Aparecida y Nuestra Señora de Guadalupe, os
acompañe en vuestra misión de testigos del amor de Dios. A todos imparto, con
particular afecto, mi Bendición Apostólica.
Vaticano,
18 de octubre de 2012
BENEDICTUS PP. XVI
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