“Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto,
así tiene que ser elevado el Hijo del hombre…”
14 DE SEPTIEMBRE
FIESTA DE LA EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ
1ª
Lectura: Números 21,4-9
Salmo
77
PALABRA DEL DÍA
Juan 3,13-17
“Dijo Jesús a Nicodemo: Nadie ha subido al cielo, sino
el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés elevó la
serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para
que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que
entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él,
sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para
condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”.
REFLEXIÓN
El
cristianismo es un mensaje de amor. ¿Por qué entonces exaltar la Cruz? Además
la resurrección, más que la Cruz, da sentido a nuestra vida.
Pero
ahí está la Cruz, el escándalo de la Cruz, de san Pablo. Nosotros no hubiéramos
introducido la Cruz. Pero los caminos de Dios son diferentes. Los apóstoles la
rechazaban. Y nosotros también.
La
Cruz es fruto de la libertad y amor de Jesús. No era necesaria. Jesús la ha
querido para mostrarnos su amor y su solidaridad con el sufrimiento y el dolor
humanos. Para compartir nuestro sufrimiento y nuestro dolor y hacerlo redentor
y salvífico.
Él es
la nueva serpiente levantada en el desierto de la vida de los hombres, para que
cuando nos muerda las serpientes del odio, del rencor, de la desesperanza, del
desánimo, de las dudas, miremos a esa serpiente levantada en lo alto del monte
y quedemos curados y salvados.
Jesús
no ha venido a suprimir el sufrimiento: el sufrimiento seguirá presente entre
nosotros. Tampoco ha venido para explicarlo: seguirá siendo un misterio. Ha
venido para acompañarlo con su presencia. En presencia del dolor y muerte de
Jesús, el santo, el Inocente, el Cordero de Dios, no podemos rebelarnos ante nuestro sufrimiento ni ante el
sufrimiento de los inocentes aunque siga siendo un tremendo misterio.
Jesús,
en plena juventud, es condenado y lo acepta para abrirnos el paraíso con la
fuerza de su bondad: “en plenitud de vida
y de sendero dio el paso hacia la muerte porque Él quiso. Mirad de par en par,
el paraíso, abierto por la fuerza de un cordero” (Himno Litúrgico).
En
toda su vida Jesús no hizo más que bajar: en la Encarnación, en belén, en el
destierro. Perseguido, humillado, condenado. Sólo sube para ir a la Cruz. Y en
ella está elevado, como la serpiente en el desierto, para que le veamos mejor,
para atraernos e infundirnos esperanza. Pues Jesús no nos salva desde fuera,
como por arte de magia, sino compartiendo nuestros problemas. Jesús no está en
la cruz para adoctrinarnos, con palabras, sino para compartir nuestro dolor solidariamente.
Pero
el discípulo no es de mejor condición que el maestro, dice Jesús. Y añade: “El que quiera venirse conmigo, que se
niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”. Es fácil seguir a
Jesús en Belén, en el Tabor. ¡Qué bien se está aquí, decía Pedro.
“No se va al cielo hoy ni de aquí a veinte
años. Se va cuando se es pobre y se está crucificado” (León Bloy). “Sube a mi
cruz. Yo no he bajado de ella todavía” (El Señor a san Juan de la Cruz). No
tengamos miedo. La cruz es un signo más, enriquece, no es un signo menos. El
sufrir pasa, el haber sufrido –la madurez adquirida en la escuela del dolor- no
pasa jamás. La cruz son dos palos que se cruzan: si acomodamos nuestra voluntad
a la de Dios, pesa menos. Si besamos la cruz de Jesús, besemos la nuestra,
abracemos la nuestra.
En la
ambigüedad del dolor. El que no sufre, queda inmaduro. El que lo acepta, se
santifica. El que lo rechaza, se amarga y se rebela.
ORACIÓN PERSONAL.
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