CARTA APOSTÓLICA
EN FORMA DE MOTU PROPRIO
PORTA FIDEI
DEL SUMO PONTÍFICE
BENEDICTO
XVI
CON LA QUE SE CONVOCA EL AÑO DE
LA FE
1. «La puerta de la fe» (cf. Hch 14,
27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su
Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la
Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que
transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la
vida. Éste empieza con el bautismo (cf. Rm 6, 4), con el que podemos
llamar a Dios con el nombre de Padre, y se concluye con el paso de la muerte a
la vida eterna, fruto de la resurrección del Señor Jesús que, con el don del
Espíritu Santo, ha querido unir en su misma gloria a cuantos creen en él (cf. Jn
17, 22). Profesar la fe en la Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo– equivale
a creer en un solo Dios que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8): el Padre, que en la
plenitud de los tiempos envió a su Hijo para nuestra salvación; Jesucristo, que
en el misterio de su muerte y resurrección redimió al mundo; el Espíritu Santo,
que guía a la Iglesia a través de los siglos en la espera del retorno glorioso
del Señor.
2. Desde el comienzo de mi ministerio como
Sucesor de Pedro, he recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe
para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado
del encuentro con Cristo. En la homilía de la santa Misa de inicio del
Pontificado decía: «La Iglesia en su conjunto, y en ella sus pastores, como
Cristo han de ponerse en camino para rescatar a los hombres del desierto y
conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia
Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud»[1].
Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias
sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen
considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este
presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es
negado[2].
Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario,
ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores
inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la
sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas.
3. No podemos dejar que la sal se vuelva
sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mt 5, 13-16). Como la samaritana,
también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al
pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva
que mana de su fuente (cf. Jn 4, 14). Debemos descubrir de nuevo el
gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la
Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus
discípulos (cf. Jn 6, 51). En efecto, la enseñanza de Jesús resuena
todavía hoy con la misma fuerza: «Trabajad no por el alimento que perece, sino
por el alimento que perdura para la vida eterna» (Jn 6, 27). La pregunta
planteada por los que lo escuchaban es también hoy la misma para nosotros:
«¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (Jn 6, 28).
Sabemos la respuesta de Jesús: «La obra de Dios es ésta: que creáis en el que
él ha enviado» (Jn 6, 29). Creer en Jesucristo es, por tanto, el camino
para poder llegar de modo definitivo a la salvación.
4. A la luz de todo esto, he decidido
convocar un Año de la fe. Comenzará el 11 de octubre de 2012, en el
cincuenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, y terminará en
la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, el 24 de noviembre de 2013. En
la fecha del 11 de octubre de 2012, se celebrarán también los veinte años de la
publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, promulgado por mi
Predecesor, el beato Papa Juan Pablo II,[3]con
la intención de ilustrar a todos los fieles la fuerza y belleza de la fe. Este
documento, auténtico fruto del Concilio Vaticano II, fue querido por el Sínodo
Extraordinario de los Obispos de 1985 como instrumento al servicio de la
catequesis[4],
realizándose mediante la colaboración de todo el Episcopado de la Iglesia
católica. Y precisamente he convocado la Asamblea General del Sínodo de los
Obispos, en el mes de octubre de 2012, sobre el tema de La nueva
evangelización para la transmisión de la fe cristiana. Será una buena
ocasión para introducir a todo el cuerpo eclesial en un tiempo de especial
reflexión y redescubrimiento de la fe. No es la primera vez que la Iglesia está
llamada a celebrar un Año de la fe. Mi venerado Predecesor, el Siervo de
Dios Pablo VI, proclamó uno parecido en 1967, para conmemorar el martirio de
los apóstoles Pedro y Pablo en el décimo noveno centenario de su supremo
testimonio. Lo concibió como un momento solemne para que en toda la Iglesia se
diese «una auténtica y sincera profesión de la misma fe»; además, quiso que
ésta fuera confirmada de manera «individual y colectiva, libre y consciente,
interior y exterior, humilde y franca»[5].
Pensaba que de esa manera toda la Iglesia podría adquirir una «exacta
conciencia de su fe, para reanimarla, para purificarla, para confirmarla y para
confesarla»[6].
Las grandes transformaciones que tuvieron lugar en aquel Año, hicieron que la
necesidad de dicha celebración fuera todavía más evidente. Ésta concluyó con la
Profesión de fe del Pueblo de Dios[7],
para testimoniar cómo los contenidos esenciales que desde siglos constituyen el
patrimonio de todos los creyentes tienen necesidad de ser confirmados,
comprendidos y profundizados de manera siempre nueva, con el fin de dar un
testimonio coherente en condiciones históricas distintas a las del pasado.
5. En ciertos aspectos, mi Venerado Predecesor
vio ese Año como una «consecuencia y exigencia postconciliar»[8],
consciente de las graves dificultades del tiempo, sobre todo con respecto a la
profesión de la fe verdadera y a su recta interpretación. He pensado que
iniciar el Año de la fe coincidiendo con el cincuentenario de la
apertura del Concilio Vaticano II puede ser una ocasión propicia para
comprender que los textos dejados en herencia por los Padres conciliares, según
las palabras del beato Juan Pablo II, «no pierden su valor ni su esplendor.
Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como
textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la
Iglesia. […] Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la
gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el
Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino
del siglo que comienza»[9].
Yo también deseo reafirmar con fuerza lo que dije a propósito del Concilio
pocos meses después de mi elección como Sucesor de Pedro: «Si lo leemos y
acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada
vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia»[10].
6. La renovación de la Iglesia pasa también
a través del testimonio ofrecido por la vida de los creyentes: con su misma
existencia en el mundo, los cristianos están llamados efectivamente a hacer
resplandecer la Palabra de verdad que el Señor Jesús nos dejó. Precisamente el
Concilio, en la Constitución dogmática Lumen gentium, afirmaba: «Mientras que Cristo, “santo,
inocente, sin mancha” (Hb 7, 26), no conoció el pecado (cf. 2 Co
5, 21), sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Hb
2, 17), la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y
siempre necesitada de purificación, y busca sin cesar la conversión y la
renovación. La Iglesia continúa su peregrinación “en medio de las persecuciones
del mundo y de los consuelos de Dios”, anunciando la cruz y la muerte del Señor
hasta que vuelva (cf. 1 Co 11, 26). Se siente fortalecida con la fuerza
del Señor resucitado para poder superar con paciencia y amor todos los
sufrimientos y dificultades, tanto interiores como exteriores, y revelar en el
mundo el misterio de Cristo, aunque bajo sombras, sin embargo, con fidelidad
hasta que al final se manifieste a plena luz»[11].
En
esta perspectiva, el Año de la fe es una invitación a una auténtica y
renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. Dios, en el misterio de
su muerte y resurrección, ha revelado en plenitud el Amor que salva y llama a
los hombres a la conversión de vida mediante la remisión de los pecados (cf. Hch
5, 31). Para el apóstol Pablo, este Amor lleva al hombre a una nueva vida: «Por
el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que
Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también
nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6, 4). Gracias a la fe, esta
vida nueva plasma toda la existencia humana en la novedad radical de la
resurrección. En la medida de su disponibilidad libre, los pensamientos y los
afectos, la mentalidad y el comportamiento del hombre se purifican y
transforman lentamente, en un proceso que no termina de cumplirse totalmente en
esta vida. La «fe que actúa por el amor» (Ga 5, 6) se convierte en un
nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre
(cf. Rm 12, 2; Col 3, 9-10; Ef 4, 20-29; 2 Co 5,
17).
7. «Caritas Christi urget nos» (2
Co 5, 14): es el amor de Cristo el que llena nuestros corazones y nos
impulsa a evangelizar. Hoy como ayer, él nos envía por los caminos del mundo
para proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra (cf. Mt 28,
19). Con su amor, Jesucristo atrae hacia sí a los hombres de cada generación:
en todo tiempo, convoca a la Iglesia y le confía el anuncio del Evangelio, con
un mandato que es siempre nuevo. Por eso, también hoy es necesario un
compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización para
redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar
la fe. El compromiso misionero de los creyentes saca fuerza y vigor del
descubrimiento cotidiano de su amor, que nunca puede faltar. La fe, en efecto,
crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica
como experiencia de gracia y gozo. Nos hace fecundos, porque ensancha el
corazón en la esperanza y permite dar un testimonio fecundo: en efecto, abre el
corazón y la mente de los que escuchan para acoger la invitación del Señor a
aceptar su Palabra para ser sus discípulos. Como afirma san Agustín, los
creyentes «se fortalecen creyendo»[12].
El santo Obispo de Hipona tenía buenos motivos para expresarse de esta manera.
Como sabemos, su vida fue una búsqueda continua de la belleza de la fe hasta
que su corazón encontró descanso en Dios.[13]Sus
numerosos escritos, en los que explica la importancia de creer y la verdad de
la fe, permanecen aún hoy como un patrimonio de riqueza sin igual, consintiendo
todavía a tantas personas que buscan a Dios encontrar el sendero justo para
acceder a la «puerta de la fe».
Así,
la fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay otra posibilidad para poseer
la certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un in crescendo
continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande
porque tiene su origen en Dios.
8. En esta feliz conmemoración, deseo
invitar a los hermanos Obispos de todo el Orbe a que se unan al Sucesor de
Pedro en el tiempo de gracia espiritual que el Señor nos ofrece para rememorar
el don precioso de la fe. Queremos celebrar este Año de manera digna y
fecunda. Habrá que intensificar la reflexión sobre la fe para ayudar a todos
los creyentes en Cristo a que su adhesión al Evangelio sea más consciente y
vigorosa, sobre todo en un momento de profundo cambio como el que la humanidad
está viviendo. Tendremos la oportunidad de confesar la fe en el Señor Resucitado
en nuestras catedrales e iglesias de todo el mundo; en nuestras casas y con
nuestras familias, para que cada uno sienta con fuerza la exigencia de conocer
y transmitir mejor a las generaciones futuras la fe de siempre. En este Año,
las comunidades religiosas, así como las parroquiales, y todas las realidades
eclesiales antiguas y nuevas, encontrarán la manera de profesar públicamente el
Credo.
9. Deseamos que este Año suscite en
todo creyente la aspiración a confesar la fe con plenitud y renovada
convicción, con confianza y esperanza. Será también una ocasión propicia para
intensificar la celebración de la fe en la liturgia, y de modo
particular en la Eucaristía, que es «la cumbre a la que tiende la acción de la
Iglesia y también la fuente de donde mana toda su fuerza»[14].
Al mismo tiempo, esperamos que el testimonio de vida de los creyentes
sea cada vez más creíble. Redescubrir los contenidos de la fe profesada,
celebrada, vivida y rezada[15],
y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un compromiso que todo
creyente debe de hacer propio, sobre todo en este Año.
No
por casualidad, los cristianos en los primeros siglos estaban obligados a
aprender de memoria el Credo. Esto les servía como oración cotidiana
para no olvidar el compromiso asumido con el bautismo. San Agustín lo recuerda
con unas palabras de profundo significado, cuando en un sermón sobre la redditio
symboli, la entrega del Credo, dice: «El símbolo del sacrosanto
misterio que recibisteis todos a la vez y que hoy habéis recitado uno a uno, no
es otra cosa que las palabras en las que se apoya sólidamente la fe de la
Iglesia, nuestra madre, sobre la base inconmovible que es Cristo el Señor. […]
Recibisteis y recitasteis algo que debéis retener siempre en vuestra mente y
corazón y repetir en vuestro lecho; algo sobre lo que tenéis que pensar cuando
estáis en la calle y que no debéis olvidar ni cuando coméis, de forma que,
incluso cuando dormís corporalmente, vigiléis con el corazón»[16].
10. En este sentido, quisiera esbozar un
camino que sea útil para comprender de manera más profunda no sólo los
contenidos de la fe sino, juntamente también con eso, el acto con el que
decidimos de entregarnos totalmente y con plena libertad a Dios. En efecto,
existe una unidad profunda entre el acto con el que se cree y los contenidos a
los que prestamos nuestro asentimiento. El apóstol Pablo nos ayuda a entrar
dentro de esta realidad cuando escribe: «con el corazón se cree y con los
labios se profesa» (cf. Rm 10, 10). El corazón indica que el primer acto
con el que se llega a la fe es don de Dios y acción de la gracia que actúa y
transforma a la persona hasta en lo más íntimo.
A
este propósito, el ejemplo de Lidia es muy elocuente. Cuenta san Lucas que
Pablo, mientras se encontraba en Filipos, fue un sábado a anunciar el Evangelio
a algunas mujeres; entre estas estaba Lidia y el «Señor le abrió el corazón
para que aceptara lo que decía Pablo» (Hch 16, 14). El sentido que
encierra la expresión es importante. San Lucas enseña que el conocimiento de
los contenidos que se han de creer no es suficiente si después el corazón,
auténtico sagrario de la persona, no está abierto por la gracia que permite
tener ojos para mirar en profundidad y comprender que lo que se ha anunciado es
la Palabra de Dios.
Profesar
con la boca indica, a su vez, que la fe implica un testimonio y un compromiso
público. El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La
fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con él. Y este «estar con él»
nos lleva a comprender las razones por las que se cree. La fe, precisamente
porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad social de lo
que se cree. La Iglesia en el día de Pentecostés muestra con toda evidencia
esta dimensión pública del creer y del anunciar a todos sin temor la propia fe.
Es el don del Espíritu Santo el que capacita para la misión y fortalece nuestro
testimonio, haciéndolo franco y valeroso.
La
misma profesión de fe es un acto personal y al mismo tiempo comunitario. En
efecto, el primer sujeto de la fe es la Iglesia. En la fe de la comunidad
cristiana cada uno recibe el bautismo, signo eficaz de la entrada en el pueblo
de los creyentes para alcanzar la salvación. Como afirma el Catecismo de la
Iglesia Católica: «“Creo”: Es la fe de la Iglesia profesada personalmente
por cada creyente, principalmente en su bautismo. “Creemos”: Es la fe de la
Iglesia confesada por los obispos reunidos en Concilio o, más generalmente, por
la asamblea litúrgica de los creyentes. “Creo”, es también la Iglesia, nuestra
Madre, que responde a Dios por su fe y que nos enseña a decir: “creo”,
“creemos”»[17].
Como
se puede ver, el conocimiento de los contenidos de la fe es esencial para dar
el propio asentimiento, es decir, para adherirse plenamente con la
inteligencia y la voluntad a lo que propone la Iglesia. El conocimiento de la
fe introduce en la totalidad del misterio salvífico revelado por Dios. El
asentimiento que se presta implica por tanto que, cuando se cree, se acepta
libremente todo el misterio de la fe, ya que quien garantiza su verdad es Dios
mismo que se revela y da a conocer su misterio de amor[18].
Por
otra parte, no podemos olvidar que muchas personas en nuestro contexto
cultural, aún no reconociendo en ellos el don de la fe, buscan con sinceridad
el sentido último y la verdad definitiva de su existencia y del mundo. Esta
búsqueda es un auténtico «preámbulo» de la fe, porque lleva a las personas por
el camino que conduce al misterio de Dios. La misma razón del hombre, en
efecto, lleva inscrita la exigencia de «lo que vale y permanece siempre»[19].
Esta exigencia constituye una invitación permanente, inscrita indeleblemente en
el corazón humano, a ponerse en camino para encontrar a Aquel que no
buscaríamos si no hubiera ya venido[20].
La fe nos invita y nos abre totalmente a este encuentro.
11. Para acceder a un conocimiento
sistemático del contenido de la fe, todos pueden encontrar en el Catecismo de la Iglesia Católica un subsidio precioso e indispensable. Es
uno de los frutos más importantes del Concilio Vaticano II. En la Constitución
apostólica Fidei depositum, firmada precisamente al cumplirse el
trigésimo aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, el beato Juan
Pablo II escribía: «Este Catecismo es una contribución importantísima a la obra
de renovación de la vida eclesial... Lo declaro como regla segura para la
enseñanza de la fe y como instrumento válido y legítimo al servicio de la
comunión eclesial»[21].
Precisamente
en este horizonte, el Año de la fe deberá expresar un compromiso unánime
para redescubrir y estudiar los contenidos fundamentales de la fe, sintetizados
sistemática y orgánicamente en el Catecismo de la Iglesia Católica. En efecto, en él se pone de manifiesto la riqueza de la
enseñanza que la Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido en sus dos mil años
de historia. Desde la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los
Maestros de teología a los Santos de todos los siglos, el Catecismo ofrece una
memoria permanente de los diferentes modos en que la Iglesia ha meditado sobre
la fe y ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los creyentes en su
vida de fe.
En
su misma estructura, el Catecismo de la Iglesia Católica presenta el desarrollo de la fe hasta
abordar los grandes temas de la vida cotidiana. A través de sus páginas se
descubre que todo lo que se presenta no es una teoría, sino el encuentro con
una Persona que vive en la Iglesia. A la profesión de fe, de hecho, sigue la
explicación de la vida sacramental, en la que Cristo está presente y actúa, y
continúa la construcción de su Iglesia. Sin la liturgia y los sacramentos, la
profesión de fe no tendría eficacia, pues carecería de la gracia que sostiene
el testimonio de los cristianos. Del mismo modo, la enseñanza del Catecismo sobre la vida moral adquiere su pleno
sentido cuando se pone en relación con la fe, la liturgia y la oración.
12. Así, pues, el Catecismo de la Iglesia Católica podrá ser en este Año un verdadero instrumento
de apoyo a la fe, especialmente para quienes se preocupan por la formación de
los cristianos, tan importante en nuestro contexto cultural. Para ello, he
invitado a la Congregación para la Doctrina de la Fe a que, de acuerdo con los
Dicasterios competentes de la Santa Sede, redacte una Nota con la que se
ofrezca a la Iglesia y a los creyentes algunas indicaciones para vivir este Año
de la fe de la manera más eficaz y apropiada, ayudándoles a creer y
evangelizar.
En
efecto, la fe está sometida más que en el pasado a una serie de interrogantes
que provienen de un cambio de mentalidad que, sobre todo hoy, reduce el ámbito
de las certezas racionales al de los logros científicos y tecnológicos. Pero la
Iglesia nunca ha tenido miedo de mostrar cómo entre la fe y la verdadera
ciencia no puede haber conflicto alguno, porque ambas, aunque por caminos
distintos, tienden a la verdad[22].
13. A lo largo de este Año, será
decisivo volver a recorrer la historia de nuestra fe, que contempla el misterio
insondable del entrecruzarse de la santidad y el pecado. Mientras lo primero
pone de relieve la gran contribución que los hombres y las mujeres han ofrecido
para el crecimiento y desarrollo de las comunidades a través del testimonio de
su vida, lo segundo debe suscitar en cada uno un sincero y constante acto de
conversión, con el fin de experimentar la misericordia del Padre que sale al
encuentro de todos.
Durante
este tiempo, tendremos la mirada fija en Jesucristo, «que inició y completa
nuestra fe» (Hb 12, 2): en él encuentra su cumplimiento todo afán y todo
anhelo del corazón humano. La alegría del amor, la respuesta al drama del
sufrimiento y el dolor, la fuerza del perdón ante la ofensa recibida y la
victoria de la vida ante el vacío de la muerte, todo tiene su cumplimiento en
el misterio de su Encarnación, de su hacerse hombre, de su compartir con
nosotros la debilidad humana para transformarla con el poder de su
resurrección. En él, muerto y resucitado por nuestra salvación, se iluminan
plenamente los ejemplos de fe que han marcado los últimos dos mil años de
nuestra historia de salvación.
Por
la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó en el anuncio de que sería la
Madre de Dios en la obediencia de su entrega (cf. Lc 1, 38). En la
visita a Isabel entonó su canto de alabanza al Omnipotente por las maravillas
que hace en quienes se encomiendan a Él (cf. Lc 1, 46-55). Con gozo y
temblor dio a luz a su único hijo, manteniendo intacta su virginidad (cf. Lc
2, 6-7). Confiada en su esposo José, llevó a Jesús a Egipto para salvarlo de la
persecución de Herodes (cf. Mt 2, 13-15). Con la misma fe siguió al
Señor en su predicación y permaneció con él hasta el Calvario (cf. Jn
19, 25-27). Con fe, María saboreó los frutos de la resurrección de Jesús y,
guardando todos los recuerdos en su corazón (cf. Lc 2, 19.51), los
transmitió a los Doce, reunidos con ella en el Cenáculo para recibir el
Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14; 2, 1-4).
Por
la fe, los Apóstoles dejaron todo para seguir al Maestro (cf. Mt 10,
28). Creyeron en las palabras con las que anunciaba el Reino de Dios, que está
presente y se realiza en su persona (cf. Lc 11, 20). Vivieron en
comunión de vida con Jesús, que los instruía con sus enseñanzas, dejándoles una
nueva regla de vida por la que serían reconocidos como sus discípulos después
de su muerte (cf. Jn 13, 34-35). Por la fe, fueron por el mundo entero,
siguiendo el mandato de llevar el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16,
15) y, sin temor alguno, anunciaron a todos la alegría de la resurrección, de
la que fueron testigos fieles.
Por
la fe, los discípulos formaron la primera comunidad reunida en torno a la
enseñanza de los Apóstoles, la oración y la celebración de la Eucaristía,
poniendo en común todos sus bienes para atender las necesidades de los hermanos
(cf. Hch 2, 42-47).
Por
la fe, los mártires entregaron su vida como testimonio de la verdad del
Evangelio, que los había trasformado y hecho capaces de llegar hasta el mayor
don del amor con el perdón de sus perseguidores.
Por
la fe, hombres y mujeres han consagrado su vida a Cristo, dejando todo para
vivir en la sencillez evangélica la obediencia, la pobreza y la castidad,
signos concretos de la espera del Señor que no tarda en llegar. Por la fe,
muchos cristianos han promovido acciones en favor de la justicia, para hacer
concreta la palabra del Señor, que ha venido a proclamar la liberación de los
oprimidos y un año de gracia para todos (cf. Lc 4, 18-19).
Por
la fe, hombres y mujeres de toda edad, cuyos nombres están escritos en el libro
de la vida (cf. Ap 7, 9; 13, 8), han confesado a lo largo de los siglos
la belleza de seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar testimonio
de su ser cristianos: en la familia, la profesión, la vida pública y el
desempeño de los carismas y ministerios que se les confiaban.
También
nosotros vivimos por la fe: para el reconocimiento vivo del Señor Jesús,
presente en nuestras vidas y en la historia.
14. El Año de la fe será también una
buena oportunidad para intensificar el testimonio de la caridad. San Pablo nos
recuerda: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero
la mayor de ellas es la caridad» (1 Co 13, 13). Con palabras aún más
fuertes —que siempre atañen a los cristianos—, el apóstol Santiago dice: «¿De
qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras?
¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si un hermano o una hermana andan desnudos y
faltos de alimento diario y alguno de vosotros les dice: “Id en paz, abrigaos y
saciaos”, pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así es
también la fe: si no se tienen obras, está muerta por dentro. Pero alguno dirá:
“Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con
mis obras te mostraré la fe”» (St 2, 14-18).
La
fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento
constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de
modo que una permite a la otra seguir su camino. En efecto, muchos cristianos
dedican sus vidas con amor a quien está solo, marginado o excluido, como el
primero a quien hay que atender y el más importante que socorrer, porque
precisamente en él se refleja el rostro mismo de Cristo. Gracias a la fe podemos
reconocer en quienes piden nuestro amor el rostro del Señor resucitado. «Cada
vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo
hicisteis» (Mt 25, 40): estas palabras suyas son una advertencia que no
se ha de olvidar, y una invitación perenne a devolver ese amor con el que él
cuida de nosotros. Es la fe la que nos permite reconocer a Cristo, y es su
mismo amor el que impulsa a socorrerlo cada vez que se hace nuestro prójimo en
el camino de la vida. Sostenidos por la fe, miramos con esperanza a nuestro
compromiso en el mundo, aguardando «unos cielos nuevos y una tierra nueva en
los que habite la justicia» (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1).
15. Llegados sus últimos días, el apóstol
Pablo pidió al discípulo Timoteo que «buscara la fe» (cf. 2 Tm 2, 22)
con la misma constancia de cuando era niño (cf. 2 Tm 3, 15). Escuchemos
esta invitación como dirigida a cada uno de nosotros, para que nadie se vuelva
perezoso en la fe. Ella es compañera de vida que nos permite distinguir con
ojos siempre nuevos las maravillas que Dios hace por nosotros. Tratando de
percibir los signos de los tiempos en la historia actual, nos compromete a cada
uno a convertirnos en un signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el
mundo. Lo que el mundo necesita hoy de manera especial es el testimonio creíble
de los que, iluminados en la mente y el corazón por la Palabra del Señor, son
capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida
verdadera, ésa que no tiene fin.
«Que
la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3, 1): que
este Año de la fe haga cada vez más fuerte la relación con Cristo, el
Señor, pues sólo en él tenemos la certeza para mirar al futuro y la garantía de
un amor auténtico y duradero. Las palabras del apóstol Pedro proyectan un
último rayo de luz sobre la fe: «Por ello os alegráis, aunque ahora sea preciso
padecer un poco en pruebas diversas; así la autenticidad de vuestra fe, más
preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego, merecerá
premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo; sin haberlo visto lo
amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en él y así os alegráis con un gozo
inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe; la salvación de
vuestras almas» (1 P 1, 6-9). La vida de los cristianos conoce la
experiencia de la alegría y el sufrimiento. Cuántos santos han experimentado la
soledad. Cuántos creyentes son probados también en nuestros días por el
silencio de Dios, mientras quisieran escuchar su voz consoladora. Las pruebas
de la vida, a la vez que permiten comprender el misterio de la Cruz y
participar en los sufrimientos de Cristo (cf. Col 1, 24), son preludio
de la alegría y la esperanza a la que conduce la fe: «Cuando soy débil,
entonces soy fuerte» (2 Co 12, 10). Nosotros creemos con firme certeza
que el Señor Jesús ha vencido el mal y la muerte. Con esta segura confianza nos
encomendamos a él: presente entre nosotros, vence el poder del maligno (cf. Lc
11, 20), y la Iglesia, comunidad visible de su misericordia, permanece en él
como signo de la reconciliación definitiva con el Padre.
Confiemos
a la Madre de Dios, proclamada «bienaventurada porque ha creído» (Lc 1,
45), este tiempo de gracia.
Dado
en Roma, junto a San Pedro, el 11 de octubre del año 2011, séptimo de mi
Pontificado