martes, 22 de octubre de 2013

27 DE OCTUBRE: XXX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO (C).



“…todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”.

27 DE OCTUBRE

XXX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO ©

Primera Lectura: Sabiduría 35,12-14.16-18

La oración del humilde atraviesa las nubes

Salmo 33

Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha

Segunda Lectura: 2 Timoteo 4,6-8.16-18

Me está reservada la corona de la justicia

EVANGELIO DEL DÍA

Lucas 18,9-14

“En aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás: -Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era un fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo. El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: ‘Oh Dios!, ten compasión de este pecador. Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.”

Versión para América Latina, extraída de la Biblia del Pueblo de Dios

“Y refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola:

"Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano.

El fariseo, de pie, oraba así: 'Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano.

Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas'.

En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: '¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!'.

Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado".

REFLEXIÓN

Desde hace algunos domingos, la Palabra de Dios nos habla de la importancia de la oración en la vida del cristiano y nos enseña las cualidades de la oración sincera que surge de la fe.

            Jesús es nuestro maestro y nos enseña a rezar. Él es el modelo, es la persona orante por excelencia, ya que goza de una comunicación muy próxima con el Padre por el Espíritu Santo.

            Es el Hijo quien con su oración se dirige a Dios para interceder por todos nosotros. Por esto, los cristianos, cuando rezamos a Dios lo hacemos en nombre de Jesús.

            Hoy hemos escuchado al evangelista san Lucas, que es quien más subraya el hecho de la oración como don del Espíritu Santo. Es el Evangelio en el que más veces podemos contemplar a Jesús orando. Y es aquí donde el discípulo de Cristo, contemplándolo y escuchándolo, aprende a rezar.

            Y hoy, más que a la oración de Jesús, asistimos a una enseñanza fundamental en la vida del cristiano, referida a la vida de oración: la oración auténtica es confiada, perseverante, llena de amor y de humildad.

            Hoy, precisamente el Evangelio pone el énfasis en la humildad del corazón, virtud que, a la luz de la gracia de Dios, hace que  nos veamos y nos valoremos tal cual somos, descubriendo nuestras limitaciones, pero descubriendo también las cualidades que Dios ha depositado en nosotros. La oración de fe, la oración humilde no consiste en repetir palabras y decir: “Señor, Señor”, sino en llevar en el corazón la voluntad del Padre. Jesús decía: “Mi alimento es hacer la voluntad de Dios”.

            La conocida parábola de los dos orantes, el fariseo y el pecador publicano, puede ser considerada como una síntesis del pensamiento de Jesús acerca del sentimiento religioso y de lo que constituye una auténtica actitud religiosa.

            La fuerza de la parábola radica en la contraposición de dos actitudes religiosas, contraposición que subraya cierta radicalidad del mensaje de Jesús. También podríamos decir que la parábola refleja dos criterios; el criterio de los hombres y el criterio de Dios, un tema éste favorito en los evangelios sinópticos, y referido por ejemplo a temas como el amor, el culto, el ayuno, la justicia etc.

            El fariseo se presenta ante Dios muy seguro de sí mismo, y se presenta con la carta credencial de sus buenas obras, de sus limosnas, ayunos y oraciones. Por eso da gracias a Dios: porque no es como las demás personas, porque se distingue por la santidad, porque ha conseguido, cree él, en vida lo que otros no llegan ni a vislumbrar. Dios está ciertamente de su lado, porque él es fuerte, sabe controlarse, domina sus pasiones y no tiene nada que reprocharse.

            Y el caso es, que no podemos decir que el fariseo no fuera sincero; no. El está convencido de lo que dice. Es santo y se siente santo; y por eso su orgullo es santo. Era, por ejemplo el orgullo de los judíos ante los paganos a quienes santamente despreciaban.

            La suya es la santidad de los fuertes, de los que ya no tienen nada que aprender, de los que lograron la máscara perfecta, esa máscara con la que caminan por la calle pensando en Dios, pero sin saludar a sus prójimos.

            Es un santo, y por tanto que no se le hable de conversión ni de cambio interior. Eso es para los pecadores. El está más allá, él es de Dios y sólo escucha lo que Dios le diga.

            Por eso empieza su oración despreciando a todos los que no son como él: “¡Oh Dios! Te doy gracias, porque no soy como los demás...”.

            Ha perdido el sentido de la misericordia y del perdón.  Por eso Jesús acertó cuando los llamó , “ciegos que guían a otros ciegos”.

            Da gracias a Dios y lo hace a partir de su corazón orgulloso, de su cumplimiento estricto de la ley y los preceptos. Sin embargo, a Dios no le complace esta actitud. Porque el fariseo cree que tiene el derecho y los méritos suficientes para ser salvado, Considera a Dios como un contable de virtudes y defectos, olvidando que la salvación es un don y un regalo de Dios. Y, finalmente, porque pone la seguridad en sus obras.

            El otro personaje de la parábola es el recaudador de impuestos, el publicano que aprovecha su puesto oficial al servicio de roma para enriquecerse con la extorsión de los pobres.

            No es un hombre que acostumbre a rezar ni mucho ni poco. Sabe lo que quiere y no se preocupa por lo demás. Pero el día que decidió ir al templo para hacer su oración comprendió que aquello tenía que significar un comienzo de vida nueva y un cambio radical.

            Si no tenía nada que ofrecer a Dos ni nada de que vanagloriarse como religioso, al menos se presentaría como era, sin vestido de fiesta, sin esconderse detrás de una fórmula o de una promesa simulada.

            Por eso este sale del templo justificado y el fariseo no. Salió justificado, porque se había colocado ante Dios en su justa y exacta posición; simplemente se mostró como era y desde ese yo pequeño y pecador arrancó su humilde oración.

            El publicano se gana el favor de Dios no porque sea pecador, sino porque reconoce su pecado y pone su confianza en la bondad y misericordia del Padre que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. En el fondo estaba sediento de bondad y amor de Dios.

            Esto debe hacernos pensar y reflexionar sobre nuestra oración. ¿En quién tenemos puesta nuestra confianza? ¿Somos como el fariseo que se cree autosuficiente sólo porque cumple? ¿O somos como el publicano que pone la confianza en Dios porque nos sabemos pecadores, y por eso amados y necesitados de él?.

            Sólo aquel que se acerca dispuesto a recibir al médico de nuestro corazón y del espíritu, y reconoce con humildad sus limitaciones, puede salir curado de su condición.

            Al rezar el Padrenuestro pediremos perdón por nuestras culpas y nos comprometeremos a perdonar a quién nos haya ofendido. Hemos visto como el fariseo y el publicano fueron simultáneamente al templo a rezar, pero se sentían distanciados y no formaban comunidad.

            El Señor nos llama hoy y siempre a encontrarnos con Dios y formar una comunidad que esté unida en la fe, en el amor y en la caridad, superando desigualdades y creando lazos de unión. Y nos ofrece la Eucaristía como sacramento de amor y de perdón, como remedio para seguir construyendo comunión cogidos de su mano.

ENTRA EN TU INTERIOR

LA POSTURA JUSTA

 

Según Lucas, Jesús dirige la parábola del fariseo y el publicano a algunos que presumen de ser justos ante Dios y desprecian a los demás. Los dos protagonistas que suben al templo a orar representan dos actitudes religiosas contrapuestas e irreconciliables. Pero, ¿cuál es la postura justa y acertada ante Dios? Ésta es la pregunta de fondo.

 
El fariseo es un observante escrupuloso de la ley y un practicante fiel de su religión. Se siente seguro en el templo. Ora de pie y con la cabeza erguida. Su oración es la más hermosa: una plegaria de alabanza y acción de gracias a Dios. Pero no le da gracias por su grandeza, su bondad o misericordia, sino por lo bueno y grande que es él mismo.

 
En seguida se observa algo falso en esta oración. Más que orar, este hombre se contempla a sí mismo. Se cuenta su propia historia llena de méritos. Necesita sentirse en regla ante Dios y exhibirse como superior a los demás.

 
Este hombre no sabe lo que es orar. No reconoce la grandeza misteriosa de Dios ni confiesa su propia pequeñez. Buscar a Dios para enumerar ante él nuestras buenas obras y despreciar a los demás es de imbéciles. Tras su aparente piedad se esconde una oración "atea". Este hombre no necesita a Dios. No le pide nada. Se basta a sí mismo.

 
La oración del publicano es muy diferente. Sabe que su presencia en el templo es mal vista por todos. Su oficio de recaudador es odiado y despreciado. No se excusa. Reconoce que es pecador. Sus golpes de pecho y las pocas palabras que susurra lo dicen todo: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador».

 
Este hombre sabe que no puede vanagloriarse. No tiene nada que ofrecer a Dios, pero sí mucho que recibir de él: su perdón y su misericordia. En su oración hay autenticidad. Este hombre es pecador, pero está en el camino de la verdad.

 
El fariseo no se ha encontrado con Dios. Este recaudador, por el contrario, encuentra en seguida la postura correcta ante él: la actitud del que no tiene nada y lo necesita todo. No se detiene siquiera a confesar con detalle sus culpas. Se reconoce pecador. De esa conciencia brota su oración: «Ten compasión de este pecador».

 
Los dos suben al templo a orar, pero cada uno lleva en su corazón su imagen de Dios y su modo de relacionarse con él. El fariseo sigue enredado en una religión legalista: para él lo importante es estar en regla con Dios y ser más observante que nadie. El recaudador, por el contrario, se abre al Dios del Amor que predica Jesús: ha aprendido a vivir del perdón, sin vanagloriarse de nada y sin condenar a nadie. 


José Antonio Pagola


ORA EN TU INTERIOR

SALMO 139


Señor, tú me conoces y me comprendes

que me levante o me siente, Tú lo sabes.

Desde lejos atraviesas lo que pienso

Que camine o que me acueste, Tú lo sabes

mis caminos te son todos familiares.


Aún no asoman las palabras a mi boca

y el Señor las conoce ya completas.

Tú me envuelves por detrás y por delante

Tú has puesto tu mano sobre mí.

¡Prodigio de saber que me desborda

profundidad que no puedo alcanzar¡

¿A dónde iré yo lejos de tu Espíritu?

¿A dónde escaparé lejos de tu Rostro?

Si escalo los cielos, allí estás

si me hundo en el abismo, estás allí.

Si le cojo las alas a la aurora

y me alojo más allá de los mares,

incluso allí, tu mano me conduce

y tu diestra me toma.


Si digo: "que me cubran las tinieblas

y la luz se haga noche sobre mí"

La tiniebla no es tiniebla para Ti

y la noche resplandece como el día.


Eres Tú quien ha formado mis entrañas

quien me ha tejido en el vientre de mi madre.

te doy gracias por tantos misterios

porque soy un milagro, milagro de tus manos.


¡Qué profundos son, Señor, tus pensamientos

qué incalculable tu Sabiduría!


Sondéame, Señor, mira en mi corazón

examina mi alma, comprende mis temores.

Guíame a lo largo del camino

sé mi guardián para la eternidad.
 
 

ORACIÓN FINAL

            Señor Dios, que no eres parcial contra el pobre, que escuchas las súplicas del oprimido y que no desoyes el grito de tu comunidad, envía tu espíritu a nuestros corazones a fin de que nos presentemos ante ti con un corazón humilde y sincero.


Expliquemos el Evangelio a los niños.

Imágenes proporcionadas por Catholic.net

 

 

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