¡FELIZ AÑO NUEVO!
LE PIDO AL SEÑOR PARA VOSOTROS Y
PARA MÍ EN ESTE AÑO 2014, QUE ACRECIENTE NUESTRA FE Y FORTALEZCA NUESTRA
ESPERANZA PARA QUE SEAMOS HOMBRES Y MUJERES SEGÚN SU VOLUNTAD
Entramos en un nuevo año
y renovamos las ilusiones. Nos felicitamos, es decir, nos alegramos por
estrenar el año y nos deseamos felicidad. Que todo vaya bien en el año, que
todo vaya mejor en el año que comenzamos.
Esta realidad humana,
hermosa y esperanzadora, la traemos aquí, a nuestra oración, y la convertimos
en Eucaristía cada domingo, pero también nos abrimos a las mayores esperanzas y
a los más fuertes compromisos.
Bendecimos, sí, al Señor
por el año nuevo -¿cómo no reconocer este nuevo regalo?-, pero sobre todo
pedimos a Dios su bendición. Necesitamos la bendición de Dios, que “ilumine su
rostro” sobre nosotros, que nos mire con ojos cariñosos, que nos “conceda su
favor”. Si el Señor no nos bendijera y no nos
mirara así, quedaríamos excomulgados de la vida y de la existencia. Pero
si Él nos bendice y nos concede su favor, todo se ilumina y se transforma para
nosotros.
Presentamos al Señor
nuestras necesidades y deseos, las necesidades también de nuestras familias y
las de todos los hombres.
Podríamos hacer nuestra
la bendición que Dios da a Moisés para que bendiga al pueblo, ya la hizo suya
San Francisco de Asís y se convirtió en la bendición de san Francisco.
Le pedimos, que esta
bendición, la haga extensiva a todos los hombres y mujeres del mundo,
especialmente a los que más sufren.
“El Señor te bendiga y te guarde,
te muestre su rostro y tenga misericordia de ti,
te mire con ojos benignos y te conceda la paz.
El Señor te bendiga, hermano.”
Podemos pedir a Dios que
todo nos sea bonito, pero sobre todo, que nos tenga en la palma de su mano; que
nada nos resulte adverso, pero sobre todo, que nos tenga en la palma de su
mano; que no suframos desgracias y enfermedades, pero sobre todo que nos tenga
en la palma de su mano; podemos pedir, en fin, que todo nos sea favorable, pero
sobre todo que nos tenga en la palma de su mano.
ENTRE EL DÍA DE AÑO NUEVO Y LA
EPIFANÍA
EL LIBRO DE LAS VOCACIONES
No todos los años se celebra la totalidad de los días
que figuran en este apartado. Tómense los que haga falta entre el día del año y
La Solemnidad de la Epifanía.
Juan
Bautista, Andrés y Juan, simón Pedro, Felipe, Natanael… Los primeros discípulos
de Jesús se los da el Bautista. Ellos, a su vez, llevan a otros al Señor. Pero
todos ellos son llamados: “Ven y verás” “¡Natanael, te vi”. Se cruzan las miradas, y una misma
fascinación arrastra a algunos a quedarse con aquel a quien ha señalado Juan.
Las
primeras páginas del cuarto evangelio, verdadero “libro de las vocaciones”,
hablan de la profundidad del llamamiento. Quedarse, creer, dar testimonio… La
vocación hunde sus raíces en una relación personal con Cristo. Pablo dirá en
otra parte: “¡Fui arrebatado!”.Una fe que va de golpe al corazón de la
revelación, pues fue Juan Bautista el primero en dar testimonio: “Este es el
Hijo de Dios”. Y Jesús dirá a Natanael:
“Veréis el cielo abierto para el Hijo del hombre”.
Para
aquellos discípulos sí se abrió el cielo, y el Padre proclamó que Jesús era su
Hijo. Dieron su fe al que reconocieron como la Palabra de Dios, como la palabra
que llama a dejarlo todo por ella. Se entregaron a ese Jesús que hace nuevas
todas las cosas y reúne a los hombres para las bodas de la eterna alianza.
Recibieron de él un nombre nuevo.
¿Cómo
podría ser la encarnación buena noticia para nuestro tiempo si ya no hubiera
hoy hombres y mujeres que escucharan esa voz ni se encontraran con esa mirada?
Es en la carne de nuestra historia donde la Navidad escapa a las ilusiones del
sueño para seguir siendo la aurora de un mundo al que Dios ama hasta el punto
de entregarle a su Hijo.
MIÉRCOLES 1 DE ENERO 2014
MIÉRCOLES. OCTAVA DE NAVIDAD
SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE
DIOS
JORNADA DE ORACIÓN POR LA PAZ
1ª Lectura: Números 6,22-27
Salmo 66: “El Señor tenga piedad y
nos bendiga”
2ª Lectura: Gálatas 4,4-7
PALABRA DEL DÍA
Lucas 2,16-21
“En aquel tiempo, los pastores fueron corriendo a Belén
y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo,
contaron lo que les habían dicho de aquel niño.
Todos los que lo oían se admiraban de lo que les decían
los pastores. Y María conservaba todas esas cosas, meditándolas en su corazón.
Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a
Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho.
Al cumplirse los ocho días, tocaba circuncidar al niño,
y le pusieron por nombre Jesús, como le había llamado el ángel antes de su
concepción”.
Versión para América Latina extraída
de la Biblia del Pueblo de Dios
“Fueron rápidamente y encontraron a María, a José, y al
recién nacido acostado en el pesebre.
Al verlo, contaron lo que habían oído decir sobre este
niño,
y todos los que los escuchaban quedaron admirados de lo
que decían los pastores.
Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las
meditaba en su corazón.
Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a
Dios por todo lo que habían visto y oído, conforme al anuncio que habían
recibido.
Ocho días después, llegó el tiempo de circuncidar al
niño y se le puso el nombre de Jesús, nombre que le había sido dado por el Ángel
antes de su concepción.”
REFLEXIÓN
Jesús fue el nombre escogido por el cielo para designar
al Mesías. Sabemos toda la fuerza que tiene este nombre bendito. Decir Jesús
puede ser para nosotros la mejor bendición. Con el nombre de Jesús nos
protegemos. Con el nombre de Jesús confesamos nuestra fe, porque estamos
confesando que en Jesús, Yahvé nos
salva. Con el nombre de Jesús rezamos, pero siempre que se haga desde el Espíritu:
“Porque nadie puede decir: ¡Jesús es Señor! Sino por influjo del Espíritu
Santo” (1 Cor 12,3). Con el nombre de Jesús evangelizamos, porque “no hay otro
nombre por el cual el hombre pueda ser salvado” (Hch 4,12).
Sólo una mirada
agradecida y suplicante a María. Toda la gracia y la bendición de Dios pasaron
por ella. Ella colaboró activamente con su docilidad y su entrega, con su
acogida y disponibilidad, con la fuerza de su fe y de su amor. Fue siempre: “La
mujer dócil a la voz del Espíritu… la que supo acoger como Abrahán la voluntad
de Dios” “Esperando contra toda esperanza”.
La bendecida por el Señor.
“El Señor te bendiga y te proteja,
Ilumine su rostro sobre ti
Y te conceda su favor;
El Señor se fije en ti
Y te conceda la paz” (Núm 6,22ss)
Cada
año, cada día, cada instante necesitamos la bendición de Dios: que ilumine su
rostro sobre nosotros, que nos proteja y nos conceda su favor, que no aparte sus
ojos de nosotros, esos ojos grandes que envuelven en amor y que penetran hondo,
pacificando.
Dios
bendice desde el principio: “Y los bendijo Dios”. Bendice Dios para que vivamos
y para que seamos felices en nuestra tarea. Bendición es el deseo de Dios
expresado en palabras buenas. Pero la palabra que Dios dice, se cumple. Cada
palabra suya es como un beso de amor creativo. Dice, por ejemplo: ¡vive!, y el
hombre empezó a ser. Dice: ¡no temas!, y se acabaron los miedos. Dice: ¡paz!, y
la alegría nadie nos la puede quitar. Dice: ¡Espíritu!, y empezamos a renacer.
¡Bendícenos hoy, Señor!
ENTRA EN TU INTERIOR
Y ahora, una vez que tú estás bendecido, dedícate a
bendecir. Si Dios ha puesto su luz en ti, irradia. Si Dios te ha pacificado,
siembra la paz. Así como Dios nos ama para que nos amemos, Dios nos bendice
para que bendigamos, para que lleguemos a ser una bendición. Que cuando te
acerques a otro, sienta que sale de ti una irradiación benéfica y pacificadora.
Y cuando alguien se acerque a ti, que tú le acojas entrañablemente y le digas
bien, le digas cosas buenas, bonitas, y pueda volver gozoso. Y si tú no te
atreves a bendecir, dile eso: que Dios te bendiga, pero de verdad.
ORA EN TU INTERIOR CON EL PADRE NUESTRO DE LA PAZ
PADRE: que miras
por igual a todos tus hijos a quienes ves enfrentados.
NUESTRO: de todos,
sea cual sea nuestra edad, color, religión o lugar de nacimiento.
QUE ESTÁS EN LOS CIELOS,
y en la tierra, en cada hombre, en los humildes y en los que sufren.
SANTIFICADO SEA TU NOMBRE pero no con el estruendo de las armas, sino con el
susurro del corazón.
VENGA A NOSOTROS TU REINO, el de la paz, el del amor. Y aleja de nosotros los
reinos de la tiranía y de la explotación.
HÁGASE TU VOLUNTAD siempre
y en todas partes. En el cielo y en la tierra. Que tus deseos no sean
obstaculizados por los hijos del poder.
DANOS EL PAN DE CADA DÍA que está amasado con paz, con justicia, con amor. Aleja
de nosotros el pan de cizaña que siembra envidia y división.
DÁNOSLE HOY porque
mañana puede ser tarde, la guerra amenaza y algún loco puede incendiarla.
PERDÓNANOS no como nosotros
perdonamos, sino como Tú perdonas.
NO NOS DEJES CAER EN LA TENTACIÓN de almacenar lo que no nos diste, de acumular lo que
otros necesitan, de mirar con recelo al otro.
JUEVES 2 DE ENERO
PALABRA DEL DÍA
Juan 1,19-28
“Este fue el testimonio de Juan, cuando los judíos
enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan a que le preguntaran: “Tú,
¿quién eres? Él confesó sin reservas: “Yo no soy el Mesías”. Le preguntaron:
“¿Entonces, qué? ¿Eres tú Elías?” Él dijo: “No lo soy”, “¿Eres tú el profeta?”.
Respondió: “No”. Y le dijeron: “¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta
a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?”. Él contestó: “Yo soy la
voz que grita en el desierto: “Allanad el camino del Señor”, como dijo el
profeta Isaías. Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: “entonces,
¿por qué bautizas si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?”. Juan les
respondió: “Yo os bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no
conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa
de la sandalia”. Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde
estaba Juan bautizando”.
REFLEXIÓN
“Yo no soy el Mesías”
Muy lúcido hay que ser acerca de uno mismo para hacer esta observación, pues
han surgido tantos falsos mesías y tantos agitadores de esperanzas frustradas
en cada época histórica que resulta tentador atribuirse la palma del profetismo
cuando uno es sincero en sus ambiciones de servir a la humanidad.
De lo que se trata en
definitiva, es de reconocer en Jesús al Hijo de Dios al que “ni el ojo vio ni
el oído oyó”, al Dios más allá de toda luz. Si permanecemos ajenos a la locura
de amor de la creación, resulta incomprensible el enigma evangélico: fue porque
Dios “amó tanto al mundo” por lo que le dio a su Hijo único. En él ve Dios al
hombre. Y en él ve el hombre a Dios. Pues existe una connivencia de Dios con el
hombre fundada en esta extraordinaria noticia: el infinitamente grande se une
al infinitamente pequeño. La humildad del hombre, sacado de la tierra, es la
imagen y semejanza de la gloria de Dios.
ENTRA EN TU INTERIOR
Tú no eres un Dios
extraño: te llamas Dios-con-nosotros. He tocado a tu Hijo con mis propias manos
y he reconocido en él la verdad de mi esperanza humana.
Dios y Señor mío,
guárdame en la humildad de la fe y haz que mi comunión contigo sea a través de
tu Hijo amado y hermano mío, Jesucristo.
Tú eres más grande que
mi corazón y conoces todas las cosas: ¡Señor, infúndeme tu Espíritu! Para quién
viva en el amor, el temor desaparece para siempre: ¡Señor, infúndeme tu
Espíritu!
Tú me has amado primero:
¡Señor, infúndeme tu Espíritu!
ORA EN TU INTERIOR
Señor, quiero preguntarme quién soy, y tener las ideas
tan claras como el Bautista: “Yo no soy el Mesías”.
Quiero
meditar tus misterios en mi corazón y como María, tu Madre, irlos guardando
para hacerlos vida en mi vida, para irme, cada día, acercándome más a ti
¡Bendito
seas por Jesucristo, el primogénito de tu amor, en quien soy hijo tuyo!
Te doy
gracias por la palabra recibida de él como promesa de vida: “Quién permanece en
el amor permanece en Dios, y Dios en él”.
Guárdame,
Señor, en la fe y en el amor, para que mi comunión con tu Hijo sea también
comunión contigo.
ORACIÓN
Señor, Jesús, yo sé que tú estás muy cerca de mí,
dentro de mí. Y también sé que a veces apenas te hago caso, como si no te
conociera. Allana el camino, derriba las colinas del orgullo, del desamor, que
me impiden verte y amarte en los hermanos, en ellos estás tú, como me dice la
fe.
VIERNES 3 DE ENERO
PALABRA DEL DÍA
Juan 1,29-34
“Al día siguiente, al ver Juan a Jesús que venía hacia
él, exclamó: “Este es el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este
es aquel de quien yo dije: “Tras de mí viene un hombre que está por delante de
mí, porque existía antes que yo”. Yo no lo conocía; pero he salido a bautizar
con agua, para que sea manifestado a Israel”. Y Juan dio testimonio diciendo:
“He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma y se posó
sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo:
“Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que ha
de bautizar con Espíritu Santo”. Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que
este es el Hijo de Dios”.
REFLEXIÓN
En la revelación
cristiana tiene una gran importancia, la mirada y los ojos: “He visto al Espíritu que bajaba del
cielo y se posaba sobre él”, dice el Bautista. Y el apóstol Juan, por su parte,
dice: “Seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es”. Pienso en la
bienaventuranza: “¡Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a
Dios”. Pureza y visión se reclaman mutuamente. Si el mundo “no nos conoce, es
porque no conoció a Dios”: Dios permanece para él oculto, cubierto, disimulado,
por falta de una mirada capaz de ver lo invisible a través de lo humano y
contingente. Cuando el Bautista señala a
Jesús, está viendo; sin embargo, no hay en ello ningún fenómeno extraordinario.
Es la simple realidad, pero comprendida, contemplada en su profunda unidad.
Juan fue un ser de una pureza perfecta: percibió la manifestación del Espíritu
donde otros no veían nada. Bien pudiera ser que todavía hoy estuviera la fe en
lucha con el mismo requerimiento.
ENTRA EN TU INTERIOR
Dios nos ama
gratuitamente porque quiere, porque es amor, porque ve reflejada en nosotros la
imagen de su Hijo; y nos ama con el mismo amor con que ama a Jesús, su
unigénito. De ese amor que nos hace hijos adoptivos de Dios, se deriva todo lo
demás. No tenemos que “comprar” el cielo a base de merecimientos. Él nos lo
ofrece gratis, como un padre, porque somos sus hijos. La única condición que
nos pone es responder a su amor y vivir como hijos suyos.
ORA EN TU INTERIOR
Hoy, Señor, el Bautista te señala como “el Cordero de
Dios que quita el pecado del mundo”. Título mesiánico de Jesús que recuerda al
siervo del Señor, según el profeta Isaías, y al cordero pascual sacrificado por
la liberación del pueblo.
Sé,
Señor, que mi adopción filial por ti en Cristo es un hecho real y ya presente
que me hace recordar las palabras del apóstol: “Mirad qué amor nos ha tenido el
Padre para que nos llamemos hijos de Dios, pues ¡lo somos!... Ahora somos hijos
de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se
manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es”. Por eso
podemos llamar a Dios “Padre nuestro”, como tu Hijo nos enseñó.
ORACIÓN FINAL
Bendito seas, Dios y Padre, que has querido
llamarme hijo tuyo y me engendras cada día en tu Hijo Jesús, nacido de ti. Te
ruego que infundas en mí tu Espíritu, a fin de que cada día pueda llamarte
Padre, por los siglos de los siglos. Amén.
SÁBADO 4 DE ENERO
PALABRA DEL DÍA
Jn 1,35-42
“En aquel tiempo, estaba Juan con dos de sus discípulos
y, fijándose en Jesús que pasaba, dice: -“Éste es el Cordero de Dios”. Los dos
discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver
que lo seguían, les pregunta:
-“¿Qué buscáis?”
Ellos le contestaron:
-“Maestro, ¿dónde vives?”
Él le dijo:
-“Venid y lo veréis”
Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con
él aquel día; serían las cuatro de la tarde. Andrés, hermano de Simón Pedro,
era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús, encuentra primero a
su hermano Simón y le dice: “Hemos encontrado al Mesías” Y lo llevó a Jesús.
Jesús se le quedó mirando y le dijo: “Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te
llamarás Cefas”.
REFLEXIÓN
Si ayer en la primera lectura
se afirmaba nuestra condición de hijos de Dios, hoy se desciende a las
consecuencias vitales de tal filiación: “Todo el que ha nacido de Dios no
comete pecado, porque el germen de Dios permanece en él”. Los hijos de Dios se
reconocen por la justicia, es decir, en el lenguaje bíblico: por la rectitud y
fidelidad, así como por el amor a los hermanos. Exactamente como Jesús.
El evangelio nos muestra
la gozosa experiencia que viven los primeros discípulos del Señor y cómo la
comunican a los demás: “Hemos encontrado al Mesías, dice Andrés a su hermano
Simón Pedro. Igualmente, el cristiano de
hoy ha de ser mensajero de una noticia similar para sus hermanos los hombres.
Ser cristiano hoy es ser
testigo entre los hombres, nuestros hermanos, de la fe en Jesucristo
resucitado, salvador del mundo. Como testigos, hemos de mostrar en nuestra vida
de bautizados, de creyentes y de redimidos que Jesús ha vencido el pecado en
nuestra propia vida.
ENTRA EN TU INTERIOR
¡Dichoso el cristiano
que no se cansa de mirar a Jesucristo! Quedará fascinado. Y, pase lo que pase,
siempre volverá a su primer amor, pues la mirada de Cristo es la mirada
infinitamente amorosa de Dios al hombre, a todo hombre. Quiero recordar hoy,
Señor, el último diálogo de Pedro con Jesús, después de aquella noche imposible
en que el discípulo creyó que podría volver a sus redes: -“Simón, hijo de Juan,
¿me amas?” –“¡Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo!”. Cuando se ha
nacido de Dios, no se puede decir más que eso. El que ha nacido de Dios está embarcado
en el amor. Yo quiero nacer de ti, Señor, quiero nacer de tu amor, de tu
misericordia, de tu perdón y de tu gracia.
ORA EN TU INTERIOR
Señor, Jesús, Hijo amado del Padre, tú me ofreces tu
vida como un tesoro inestimable.
Hazme sentir el arrebato
del verdadero discípulo; haz que lo deje todo, lleno de gozo, para seguirte a
ti siempre.
Tú eres la luz, Señor,
Jesús, y quien te recibe tendrá la luz de la vida y descubrirá los caminos de
la vida verdadera.
Ven a disipar mis
tinieblas, a fin de que mis manos, abiertas para acogerte, se unan también en
señal de paz y en prenda de unidad y de vida.
Yo, Señor, te he
seguido, y tú te has quedado conmigo.
Ahora que he de
emprender la marcha, haz que permanezca con mis hermanos: que sea para ellos el
pan de la esperanza y la palabra de futuro.
Hazme discípulo tuyo
hasta el día en que ocupemos un lugar en la mesa del Reino eterno. Amén.
MENSAJE DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
XLVII JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
1 DE ENERO DE 2014
LA FRATERNIDAD, FUNDAMENTO Y CAMINO PARA LA PAZ
1. En este
mi primer Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, quisiera desear a todos, a
las personas y a los pueblos, una vida llena de alegría y de esperanza. El
corazón de todo hombre y de toda mujer alberga en su interior el deseo de una
vida plena, de la que forma parte un anhelo indeleble de fraternidad, que nos
invita a la comunión con los otros, en los que encontramos no enemigos o
contrincantes, sino hermanos a los que acoger y querer.
De hecho, la fraternidad es una dimensión esencial del
hombre, que es un ser relacional. La viva conciencia de este carácter
relacional nos lleva a ver y a tratar a cada persona como una verdadera hermana
y un verdadero hermano; sin ella, es imposible la construcción de una sociedad
justa, de una paz estable y duradera. Y es necesario recordar que normalmente
la fraternidad se empieza a aprender en el seno de la familia, sobre todo
gracias a las responsabilidades complementarias de cada uno de sus miembros, en
particular del padre y de la madre. La familia es la fuente de toda
fraternidad, y por eso es también el fundamento y el camino primordial para la
paz, pues, por vocación, debería contagiar al mundo con su amor.
El número cada vez mayor de interdependencias y de
comunicaciones que se entrecruzan en nuestro planeta hace más palpable la
conciencia de que todas las naciones de la tierra forman una unidad y comparten
un destino común. En los dinamismos de la historia, a pesar de la diversidad de
etnias, sociedades y culturas, vemos sembrada la vocación de formar una
comunidad compuesta de hermanos que se acogen recíprocamente y se preocupan los
unos de los otros. Sin embargo, a menudo los hechos, en un mundo caracterizado
por la “globalización de la indiferencia”, que poco a poco nos “habitúa” al
sufrimiento del otro, cerrándonos en nosotros mismos, contradicen y desmienten
esa vocación.
En muchas partes del mundo, continuamente se lesionan
gravemente los derechos humanos fundamentales, sobre todo el derecho a la vida
y a la libertad religiosa. El trágico fenómeno de la trata de seres humanos,
con cuya vida y desesperación especulan personas sin escrúpulos, representa un
ejemplo inquietante. A las guerras hechas de enfrentamientos armados se suman
otras guerras menos visibles, pero no menos crueles, que se combaten en el
campo económico y financiero con medios igualmente destructivos de vidas, de
familias, de empresas.
La globalización, como ha afirmado Benedicto XVI, nos
acerca a los demás, pero no nos hace hermanos[1]. Además, las numerosas
situaciones de desigualdad, de pobreza y de injusticia revelan no sólo una
profunda falta de fraternidad, sino también la ausencia de una cultura de la
solidaridad. Las nuevas ideologías, caracterizadas por un difuso
individualismo, egocentrismo y consumismo materialista, debilitan los lazos
sociales, fomentando esa mentalidad del “descarte”, que lleva al desprecio y al
abandono de los más débiles, de cuantos son considerados “inútiles”. Así la
convivencia humana se parece cada vez más a un mero do ut des pragmático y
egoísta.
Al mismo tiempo, es claro que tampoco las éticas
contemporáneas son capaces de generar vínculos auténticos de fraternidad, ya
que una fraternidad privada de la referencia a un Padre común, como fundamento
último, no logra subsistir[2]. Una verdadera fraternidad entre los hombres
supone y requiere una paternidad trascendente. A partir del reconocimiento de
esta paternidad, se consolida la fraternidad entre los hombres, es decir, ese
hacerse «prójimo» que se preocupa por el otro.
«¿Dónde está tu hermano?» (Gn4,9)
2. Para comprender mejor
esta vocación del hombre a la fraternidad, para conocer más adecuadamente los
obstáculos que se interponen en su realización y descubrir los caminos para
superarlos, es fundamental dejarse guiar por el conocimiento del designio de
Dios, que nos presenta luminosamente la Sagrada Escritura.
Según el relato de los orígenes, todos los hombres
proceden de unos padres comunes, de Adán y Eva, pareja creada por Dios a su
imagen y semejanza (cf. Gn 1,26), de los cuales nacen Caín y Abel. En la
historia de la primera familia leemos la génesis de la sociedad, la evolución
de las relaciones entre las personas y los pueblos.
Abel es pastor, Caín es labrador. Su identidad profunda
y, a la vez, su vocación, es ser hermanos, en la diversidad de su actividad y
cultura, de su modo de relacionarse con Dios y con la creación. Pero el
asesinato de Abel por parte de Caín deja constancia trágicamente del rechazo
radical de la vocación a ser hermanos. Su historia (cf. Gn 4,1-16) pone en
evidencia la dificultad de la tarea a la que están llamados todos los hombres,
vivir unidos, preocupándose los unos de los otros. Caín, al no aceptar la
predilección de Dios por Abel, que le ofrecía lo mejor de su rebaño –«el Señor
se fijó en Abel y en su ofrenda, pero no se fijó en Caín ni en su ofrenda» (Gn
4,4-5)–, mata a Abel por envidia. De esta manera, se niega a reconocerlo como
hermano, a relacionarse positivamente con él, a vivir ante Dios asumiendo sus
responsabilidades de cuidar y proteger al otro. A la pregunta «¿Dónde está tu
hermano?», con la que Dios interpela a Caín pidiéndole cuentas por lo que ha hecho,
él responde: «No lo sé; ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9).
Después –nos dice el Génesis–«Caín salió de la presencia del Señor» (4,16).
Hemos de preguntarnos por los motivos profundos que han
llevado a Caín a dejar de lado el vínculo de fraternidad y, junto con él, el
vínculo de reciprocidad y de comunión que lo unía a su hermano Abel. Dios mismo
denuncia y recrimina a Caín su connivencia con el mal: «El pecado acecha a la
puerta» (Gn 4,7). No obstante, Caín no lucha contra el mal y decide igualmente
alzar la mano «contra su hermano Abel» (Gn 4,8), rechazando el proyecto de
Dios. Frustra así su vocación originaria de ser hijo de Dios y a vivir la
fraternidad.
El relato de Caín y Abel nos enseña que la humanidad
lleva inscrita en sí una vocación a la fraternidad, pero también la dramática
posibilidad de su traición. Da testimonio de ello el egoísmo cotidiano, que
está en el fondo de tantas guerras e injusticias: muchos hombres y mujeres
mueren a manos de hermanos y hermanas que no saben reconocerse como tales, es
decir, como seres hechos para la reciprocidad, para la comunión y para el don.
«Y todos ustedes son hermanos» (Mt 23,8)
3. Surge
espontánea la pregunta: ¿los hombres y las mujeres de este mundo podrán
corresponder alguna vez plenamente al anhelo de fraternidad, que Dios Padre
imprimió en ellos? ¿Conseguirán, sólo con sus fuerzas, vencer la indiferencia,
el egoísmo y el odio, y aceptar las legítimas diferencias que caracterizan a
los hermanos y hermanas?
Parafraseando sus palabras, podríamos sintetizar así la
respuesta que nos da el Señor Jesús: Ya que hay un solo Padre, que es Dios,
todos ustedes son hermanos (cf. Mt 23,8-9). La fraternidad está enraizada en la
paternidad de Dios. No se trata de una paternidad genérica, indiferenciada e
históricamente ineficaz, sino de un amor personal, puntual y
extraordinariamente concreto de Dios por cada ser humano (cf. Mt 6,25-30). Una
paternidad, por tanto, que genera eficazmente fraternidad, porque el amor de
Dios, cuando es acogido, se convierte en el agente más asombroso de
transformación de la existencia y de las relaciones con los otros, abriendo a
los hombres a la solidaridad y a la reciprocidad.
Sobre todo, la fraternidad humana ha sido regenerada en
y por Jesucristo con su muerte y resurrección. La cruz es el “lugar” definitivo
donde se funda la fraternidad, que los hombres no son capaces de generar por sí
mismos. Jesucristo, que ha asumido la naturaleza humana para redimirla, amando
al Padre hasta la muerte, y una muerte de cruz (cf. Flp 2,8), mediante su
resurrección nos constituye en humanidad nueva, en total comunión con la
voluntad de Dios, con su proyecto, que comprende la plena realización de la
vocación a la fraternidad.
Jesús asume desde el principio el proyecto de Dios,
concediéndole el primado sobre todas las cosas. Pero Cristo, con su abandono a
la muerte por amor al Padre, se convierte en principio nuevo y definitivo para
todos nosotros, llamados a reconocernos hermanos en Él, hijos del mismo Padre.
Él es la misma Alianza, el lugar personal de la reconciliación del hombre con
Dios y de los hermanos entre sí. En la muerte en cruz de Jesús también queda
superada la separación entre pueblos, entre el pueblo de la Alianza y el pueblo
de los Gentiles, privado de esperanza porque hasta aquel momento era ajeno a
los pactos de la Promesa. Como leemos en la Carta a los Efesios, Jesucristo
reconcilia en sí a todos los hombres. Él es la paz, porque de los dos pueblos
ha hecho uno solo, derribando el muro de separación que los dividía, la enemistad.
Él ha creado en sí mismo un solo pueblo, un solo hombre nuevo, una sola
humanidad (cf. 2,14-16).
Quien acepta la vida de Cristo y vive en Él reconoce a
Dios como Padre y se entrega totalmente a Él, amándolo sobre todas las cosas.
El hombre reconciliado ve en Dios al Padre de todos y, en consecuencia, siente
el llamado a vivir una fraternidad abierta a todos. En Cristo, el otro es
aceptado y amado como hijo o hija de Dios, como hermano o hermana, no como un
extraño, y menos aún como un contrincante o un enemigo. En la familia de Dios,
donde todos son hijos de un mismo Padre, y todos están injertados en Cristo,
hijos en el Hijo, no hay “vidas descartables”. Todos gozan de igual e
intangible dignidad. Todos son amados por Dios, todos han sido rescatados por
la sangre de Cristo, muerto en cruz y resucitado por cada uno. Ésta es la razón
por la que no podemos quedarnos indiferentes ante la suerte de los hermanos.
La fraternidad, fundamento y camino para la paz
4. Teniendo
en cuenta todo esto, es fácil comprender que la fraternidad es fundamento y camino para la paz. Las
Encíclicas sociales de mis Predecesores aportan una valiosa ayuda en este
sentido. Bastaría recuperar las definiciones de paz de la Populorum progressio
de Pablo VI o de la Sollicitudo rei socialis de Juan Pablo II. En la primera,
encontramos que el desarrollo integral de los pueblos es el nuevo nombre de la
paz[3]. En la segunda, que la paz es opus solidaritatis[4].
Pablo VI afirma que no sólo entre las personas, sino
también entre las naciones, debe reinar un espíritu de fraternidad. Y explica:
«En esta comprensión y amistad mutuas, en esta comunión sagrada, debemos […]
actuar a una para edificar el porvenir común de la humanidad»[5]. Este deber
concierne en primer lugar a los más favorecidos. Sus obligaciones hunden sus
raíces en la fraternidad humana y sobrenatural, y se presentan bajo un triple
aspecto: el deber de solidaridad, que exige que las naciones ricas ayuden a los
países menos desarrollados; el deber de justicia social, que requiere el
cumplimiento en términos más correctos de las relaciones defectuosas entre
pueblos fuertes y pueblos débiles; el deber de caridad universal, que implica
la promoción de un mundo más humano para todos, en donde todos tengan algo que
dar y recibir, sin que el progreso de unos sea un obstáculo para el desarrollo
de los otros[6].
Asimismo, si se considera la paz como opus
solidaritatis, no se puede soslayar que la fraternidad es su principal
fundamento. La paz –afirma Juan Pablo II– es un bien indivisible. O es de todos
o no es de nadie. Sólo es posible alcanzarla realmente y gozar de ella, como
mejor calidad de vida y como desarrollo más humano y sostenible, si se asume en
la práctica, por parte de todos, una «determinación firme y perseverante de empeñarse
por el bien común»[7]. Lo cual implica no dejarse llevar por el «afán de
ganancia» o por la «sed de poder». Es necesario estar dispuestos a «‘perderse’
por el otro en lugar de explotarlo, y a ‘servirlo’en lugar de oprimirlo para el
propio provecho. […] El ‘otro’ –persona, pueblo o nación– no [puede ser
considerado] como un instrumento cualquiera para explotar a bajo coste su
capacidad de trabajo y resistencia física, abandonándolo cuando ya no sirve,
sino como un ‘semejante’ nuestro, una ‘ayuda’»[8].
La solidaridad cristiana entraña que el prójimo sea
amado no sólo como «un ser humano con sus derechos y su igualdad fundamental
con todos», sino como «la imagen viva de Dios Padre, rescatada por la sangre de
Jesucristo y puesta bajo la acción permanente del Espíritu Santo»[9], como un
hermano.«Entonces la conciencia de la paternidad común de Dios, de la hermandad
de todos los hombres en Cristo, ‘hijos en el Hijo’, de la presencia y acción
vivificadora del Espíritu Santo, conferirá –recuerda Juan Pablo II– a nuestra
mirada sobre el mundo un nuevo criterio
para interpretarlo»[10], para transformarlo.
La fraternidad, premisa para vencer la pobreza
5. En la
Caritas in veritate, mi Predecesor recordaba al mundo entero que la falta de
fraternidad entre los pueblos y entre los hombres es una causa importante de la
pobreza[11]. En muchas sociedades experimentamos una profunda pobreza
relacional debida a la carencia de sólidas relaciones familiares y
comunitarias. Asistimos con preocupación al crecimiento de distintos tipos de
descontento, de marginación, de soledad y a variadas formas de dependencia
patológica. Una pobreza como ésta sólo puede ser superada redescubriendo y
valorando las relaciones fraternas en el seno de las familias y de las
comunidades, compartiendo las alegrías y los sufrimientos, las dificultades y
los logros que forman parte de la vida de las personas.
Además, si por una parte se da una reducción de la
pobreza absoluta, por otra parte no podemos dejar de reconocer un grave aumento
de la pobreza relativa, es decir, de las desigualdades entre personas y grupos
que conviven en una determinada región o en un determinado contexto
histórico-cultural. En este sentido, se necesitan también políticas eficaces
que promuevan el principio de la fraternidad, asegurando a las personas
–iguales en su dignidad y en sus derechos fundamentales– el acceso a los
«capitales», a los servicios, a los recursos educativos, sanitarios, tecnológicos,
de modo que todos tengan la oportunidad de expresar y realizar su proyecto de
vida, y puedan desarrollarse plenamente como personas.
También se necesitan políticas dirigidas a atenuar una
excesiva desigualdad de la renta. No podemos olvidar la enseñanza de la Iglesia
sobre la llamada hipoteca social, según la cual, aunque es lícito, como dice
Santo Tomás de Aquino, e incluso necesario, «que el hombre posea cosas
propias»[12], en cuanto al uso, no las tiene «como exclusivamente suyas, sino
también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente,
sino también a los demás»[13].
Finalmente, hay una forma más de promover la
fraternidad –y así vencer la pobreza– que debe estar en el fondo de todas las
demás. Es el desprendimiento de quien elige vivir estilos de vida sobrios y
esenciales, de quien, compartiendo las propias riquezas, consigue así
experimentar la comunión fraterna con los otros. Esto es fundamental para
seguir a Jesucristo y ser auténticamente cristianos. No se trata sólo de
personas consagradas que hacen profesión del voto de pobreza, sino también de
muchas familias y ciudadanos responsables, que creen firmemente que la relación
fraterna con el prójimo constituye el bien más preciado.
El redescubrimiento de la fraternidad en la economía
6. Las
graves crisis financieras y económicas –que tienen su origen en el progresivo
alejamiento del hombre de Dios y del prójimo, en la búsqueda insaciable de
bienes materiales, por un lado, y en el empobrecimiento de las relaciones
interpersonales y comunitarias, por otro– han llevado a muchos a buscar el
bienestar, la felicidad y la seguridad en el consumo y la ganancia más allá de
la lógica de una economía sana. Ya en 1979 Juan Pablo II advertía del «peligro
real y perceptible de que, mientras avanza enormemente el dominio por parte del
hombre sobre el mundo de las cosas, pierda los hilos esenciales de este dominio
suyo, y de diversos modos su humanidad quede sometida a ese mundo, y él mismo
se haga objeto de múltiple manipulación, aunque a veces no directamente
perceptible, a través de toda la organización de la vida comunitaria, a través
del sistema de producción, a través de la presión de los medios de comunicación
social»[14].
El hecho de que las crisis económicas se sucedan una
detrás de otra debería llevarnos a las oportunas revisiones de los modelos de
desarrollo económico y a un cambio en los estilos de vida. La crisis actual,
con graves consecuencias para la vida de las personas, puede ser, sin embargo,
una ocasión propicia para recuperar las virtudes de la prudencia, de la
templanza, de la justicia y de la fortaleza. Estas virtudes nos pueden ayudar a
superar los momentos difíciles y a redescubrir los vínculos fraternos que nos
unen unos a otros, con la profunda confianza de que el hombre tiene necesidad y
es capaz de algo más que desarrollar al máximo su interés individual. Sobre
todo, estas virtudes son necesarias para construir y mantener una sociedad a
medida de la dignidad humana.
La fraternidad extingue la guerra
7. Durante
este último año, muchos de nuestros hermanos y hermanas han sufrido la
experiencia denigrante de la guerra, que constituye una grave y profunda herida
infligida a la fraternidad.
Muchos son los conflictos armados que se producen en
medio de la indiferencia general. A todos cuantos viven en tierras donde las
armas imponen terror y destrucción, les aseguro mi cercanía personal y la de
toda la Iglesia. Ésta tiene la misión de llevar la caridad de Cristo también a
las víctimas inermes de las guerras olvidadas, mediante la oración por la paz,
el servicio a los heridos, a los que pasan hambre, a los desplazados, a los
refugiados y a cuantos viven con miedo. Además la Iglesia alza su voz para
hacer llegar a los responsables el grito de dolor de esta humanidad sufriente y
para hacer cesar, junto a las hostilidades, cualquier atropello o violación de
los derechos fundamentales del hombre[15].
Por este motivo, deseo dirigir una encarecida
exhortación a cuantos siembran violencia y muerte con las armas: Redescubran,
en quien hoy consideran sólo un enemigo al que exterminar, a su hermano y no
alcen su mano contra él. Renuncien a la vía de las armas y vayan al encuentro
del otro con el diálogo, el perdón y la reconciliación para reconstruir a su
alrededor la justicia, la confianza y la esperanza. «En esta perspectiva,
parece claro que en la vida de los pueblos los conflictos armados constituyen
siempre la deliberada negación de toda posible concordia internacional, creando
divisiones profundas y heridas lacerantes que requieren muchos años para
cicatrizar. Las guerras constituyen el rechazo práctico al compromiso por
alcanzar esas grandes metas económicas y sociales que la comunidad
internacional se ha fijado»[16].
Sin embargo, mientras haya una cantidad tan grande de
armamentos en circulación como hoy en día, siempre se podrán encontrar nuevos
pretextos para iniciar las hostilidades. Por eso, hago mío el llamamiento de
mis Predecesores a la no proliferación de las armas y al desarme de parte de
todos, comenzando por el desarme nuclear y químico.
No podemos dejar de constatar que los acuerdos
internacionales y las leyes nacionales, aunque son necesarias y altamente
deseables, no son suficientes por sí solas para proteger a la humanidad del
riesgo de los conflictos armados. Se necesita una conversión de los corazones
que permita a cada uno reconocer en el otro un hermano del que preocuparse, con
el que colaborar para construir una vida plena para todos. Éste es el espíritu
que anima muchas iniciativas de la sociedad civil a favor de la paz, entre las
que se encuentran las de las organizaciones religiosas. Espero que el empeño
cotidiano de todos siga dando fruto y que se pueda lograr también la efectiva
aplicación en el derecho internacional del derecho a la paz, como un derecho humano
fundamental, pre-condición necesaria para el ejercicio de todos los otros
derechos.
La corrupción y el crimen organizado se oponen a la
fraternidad
8. El
horizonte de la fraternidad prevé el desarrollo integral de todo hombre y
mujer. Las justas ambiciones de una persona, sobre todo si es joven, no se
pueden frustrar y ultrajar, no se puede defraudar la esperanza de poder
realizarlas. Sin embargo, no podemos confundir la ambición con la
prevaricación. Al contrario, debemos competir en la estima mutua (cf. Rm
12,10). También en las disputas, que constituyen un aspecto ineludible de la
vida, es necesario recordar que somos hermanos y, por eso mismo, educar y
educarse en no considerar al prójimo un enemigo o un adversario al que
eliminar.
La fraternidad genera paz social, porque crea un
equilibrio entre libertad y justicia, entre responsabilidad personal y
solidaridad, entre el bien de los individuos y el bien común. Y una comunidad
política debe favorecer todo esto con trasparencia y responsabilidad. Los ciudadanos
deben sentirse representados por los poderes públicos sin menoscabo de su
libertad. En cambio, a menudo, entre ciudadano e instituciones, se infiltran
intereses de parte que deforman su relación, propiciando la creación de un
clima perenne de conflicto.
Un auténtico espíritu de fraternidad vence el egoísmo
individual que impide que las personas puedan vivir en libertad y armonía entre
sí. Ese egoísmo se desarrolla socialmente tanto en las múltiples formas de
corrupción, hoy tan capilarmente difundidas, como en la formación de las
organizaciones criminales, desde los grupos pequeños a aquellos que operan a
escala global, que, minando profundamente la legalidad y la justicia, hieren el
corazón de la dignidad de la persona. Estas organizaciones ofenden gravemente a
Dios, perjudican a los hermanos y dañan a la creación, más todavía cuando
tienen connotaciones religiosas.
Pienso en el drama lacerante de la droga, con la que
algunos se lucran despreciando las leyes morales y civiles, en la devastación
de los recursos naturales y en la contaminación, en la tragedia de la
explotación laboral; pienso en el blanqueo ilícito de dinero así como en la
especulación financiera, que a menudo asume rasgos perjudiciales y demoledores
para enteros sistemas económicos y sociales, exponiendo a la pobreza a millones
de hombres y mujeres; pienso en la prostitución que cada día cosecha víctimas
inocentes, sobre todo entre los más jóvenes, robándoles el futuro; pienso en la
abominable trata de seres humanos, en los delitos y abusos contra los menores,
en la esclavitud que todavía difunde su horror en muchas partes del mundo, en
la tragedia frecuentemente desatendida de los emigrantes con los que se
especula indignamente en la ilegalidad. Juan XXIII escribió al respecto: «Una sociedad
que se apoye sólo en la razón de la fuerza ha de calificarse de inhumana. En
ella, efectivamente, los hombres se ven privados de su libertad, en vez de
sentirse estimulados, por el contrario, al progreso de la vida y al propio
perfeccionamiento»[17]. Sin embargo, el hombre se puede convertir y nunca se
puede excluir la posibilidad de que cambie de vida. Me gustaría que esto fuese
un mensaje de confianza para todos, también para aquellos que han cometido
crímenes atroces, porque Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se
convierta y viva (cf. Ez 18,23).
En el contexto amplio del carácter social del hombre,
por lo que se refiere al delito y a la pena, también hemos de pensar en las
condiciones inhumanas de muchas cárceles, donde el recluso a menudo queda
reducido a un estado infrahumano y humillado en su dignidad humana, impedido
también de cualquier voluntad y expresión de redención. La Iglesia hace mucho
en todos estos ámbitos, la mayor parte de las veces en silencio. Exhorto y
animo a hacer cada vez más, con la esperanza de que dichas iniciativas,
llevadas a cabo por muchos hombres y mujeres audaces, sean cada vez más
apoyadas leal y honestamente también por los poderes civiles.
La fraternidad ayuda a proteger y a cultivar la
naturaleza
9. La familia
humana ha recibido del Creador un don en común: la naturaleza. La visión
cristiana de la creación conlleva un juicio positivo sobre la licitud de las
intervenciones en la naturaleza para sacar provecho de ello, a condición de
obrar responsablemente, es decir, acatando aquella “gramática” que está
inscrita en ella y usando sabiamente los recursos en beneficio de todos,
respetando la belleza, la finalidad y la utilidad de todos los seres vivos y su
función en el ecosistema. En definitiva, la naturaleza está a nuestra
disposición, y nosotros estamos llamados a administrarla responsablemente. En
cambio, a menudo nos dejamos llevar por la codicia, por la soberbia del
dominar, del tener, del manipular, del explotar; no custodiamos la naturaleza,
no la respetamos, no la consideramos un don gratuito que tenemos que cuidar y
poner al servicio de los hermanos, también de las generaciones futuras.
En particular, el sector agrícola es el sector primario
de producción con la vocación vital de cultivar y proteger los recursos
naturales para alimentar a la humanidad. A este respecto, la persistente
vergüenza del hambre en el mundo me lleva a compartir con ustedes la pregunta:
¿cómo usamos los recursos de la tierra? Las sociedades actuales deberían
reflexionar sobre la jerarquía en las prioridades a las que se destina la
producción. De hecho, es un deber de obligado cumplimiento que se utilicen los
recursos de la tierra de modo que nadie pase hambre. Las iniciativas y las
soluciones posibles son muchas y no se limitan al aumento de la producción. Es
de sobra sabido que la producción actual es suficiente y, sin embargo, millones
de personas sufren y mueren de hambre, y eso constituye un verdadero escándalo.
Es necesario encontrar los modos para que todos se puedan beneficiar de los
frutos de la tierra, no sólo para evitar que se amplíe la brecha entre quien
más tiene y quien se tiene que conformar con las migajas, sino también, y sobre
todo, por una exigencia de justicia, de equidad y de respeto hacia el ser
humano. En este sentido, quisiera recordar a todos el necesario destino
universal de los bienes, que es uno de los principios clave de la doctrina
social de la Iglesia. Respetar este principio es la condición esencial para
posibilitar un efectivo y justo acceso a los bienes básicos y primarios que
todo hombre necesita y a los que tiene derecho.
Conclusión
10. La
fraternidad tiene necesidad de ser descubierta, amada, experimentada, anunciada
y testimoniada. Pero sólo el amor dado por Dios nos permite acoger y vivir
plenamente la fraternidad.
El necesario realismo de la política y de la economía
no puede reducirse a un tecnicismo privado de ideales, que ignora la dimensión
trascendente del hombre. Cuando falta esta apertura a Dios, toda actividad
humana se vuelve más pobre y las personas quedan reducidas a objetos de
explotación. Sólo si aceptan moverse en el amplio espacio asegurado por esta
apertura a Aquel que ama a cada hombre y a cada mujer, la política y la
economía conseguirán estructurarse sobre la base de un auténtico espíritu de
caridad fraterna y podrán ser instrumento eficaz de desarrollo humano integral
y de paz.
Los cristianos creemos que en la Iglesia somos miembros
los unos de los otros, que todos nos necesitamos unos a otros, porque a cada
uno de nosotros se nos ha dado una gracia según la medida del don de Cristo,
para la utilidad común (cf. Ef 4,7.25; 1 Co 12,7). Cristo ha venido al mundo
para traernos la gracia divina, es decir, la posibilidad de participar en su
vida. Esto lleva consigo tejer un entramado de relaciones fraternas, basadas en
la reciprocidad, en el perdón, en el don total de sí, según la amplitud y la
profundidad del amor de Dios, ofrecido a la humanidad por Aquel que,
crucificado y resucitado, atrae a todos a sí: «Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen unos a otros; como yo les he amado, ámense también entre ustedes.
La señal por la que conocerán todos que son discípulos míos será que se aman
unos a otros» (Jn 13,34-35). Ésta es la buena noticia que reclama de cada uno
de nosotros un paso adelante, un ejercicio perenne de empatía, de escucha del
sufrimiento y de la esperanza del otro, también del más alejado de mí,
poniéndonos en marcha por el camino exigente de aquel amor que se entrega y se
gasta gratuitamente por el bien de cada hermano y hermana.
Cristo se dirige al hombre en su integridad y no desea
que nadie se pierda. «Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo,
sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 3,17). Lo hace sin forzar, sin
obligar a nadie a abrirle las puertas de su corazón y de su mente. «El primero
entre ustedes pórtese como el menor, y el que gobierna, como el que sirve»
–dice Jesucristo–,«yo estoy en medio de ustedes como el que sirve» (Lc
22,26-27). Así pues, toda actividad debe distinguirse por una actitud de
servicio a las personas, especialmente a las más lejanas y desconocidas. El
servicio es el alma de esa fraternidad que edifica la paz.
Que María, la Madre de Jesús, nos ayude a comprender y
a vivir cada día la fraternidad que brota del corazón de su Hijo, para llevar
paz a todos los hombres en esta querida tierra nuestra.
Vaticano, 8 de diciembre de 2013.
FRANCISCO