"Este pueblo me honra con
los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que
enseñan son preceptos humanos”.
DOMINGO 2 DE SEPTIEMBRE
DOMINGO XXII DEL TIEMPO ORDINARIO (B)
Primera
Lectura: Deuteronomio 4,1-2
Salmo
14: “Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?
Segunda
Lectura: Santiago 1,17-18.21-22.27
LECTURA DEL DÍA
Marcos 7,1-8.14-15.21-23
Se
acercó a Jesús un grupo de fariseos con algunos letrados de Jerusalén y vieron
que algunos discípulos comían con manos impuras (es decir, sin lavarse antes
las manos, restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y al volver de la plaza no
comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar
vasos, jarras y ollas). Según eso, los fariseos y los letrados preguntaron a
Jesús: “¿Por qué comen tus discípulos
con manos impuras y no siguen tus discípulos la tradición de los mayores?”. Él
les contestó: “Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está
escrito: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de
mí. El culto que me dan está vacío,
porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos”. Dejáis a un lado el
mandamiento de Dios para aferraros a la
tradición de los hombres”. En otra ocasión llamó Jesús a la gente y les dijo:
“escuchad y entender todos: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre
impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro
del corazón del hombre salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos,
homicidios, adulterio, injusticias, fraude, desenfreno, envidia, difamación,
orgullo, falsedad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro”.
REFLEXIÓN
El
capítulo 7 del evangelio de Marcos recoge una enseñanza de excepcional
importancia, una enseñanza que por sí misma constituye una de las cumbres de la
historia religiosa de todos los tiempos. El pasaje que se proclama toma como
punto de partida la pregunta que le hacen a Jesús los fariseos y los maestros
de la Ley –las personas cualificadas del ambiente religioso y cultural de aquel
tiempo- relacionada con el uso judío de
las abluciones. A la ley mosaica sobre la pureza ritual (Lv. 11,15; Dt.
14,3-21) habían ido añadiéndose cada vez
más prescripciones, que, transmitidas oralmente, eran consideradas vinculantes,
con la misma fuerza que la ley escrita y, como ésta, reveladas por Yahvé. A
Jesús se le interroga sobre la inobservancia de tales prescripciones: “¿por qué comen tus discípulos con manos
impuras y no siguen tus discípulos la tradición de los mayores?”, por parte
de sus discípulos. Jesús no responde directamente, sino que, citando Isaías
29,13, saca a la luz lo falso y vacío que es el modo de obrar de los fariseos:
su culto es sólo formal, dado que a la exterioridad de los ritos y de la
observancia de la Ley no le corresponden el sentimiento interior y la práctica
de vida coherente. La tradición de los hombres acaba así por sobreponerse y
cubrir el mandamiento de Dios.
En el
texto se afirma el criterio básico de la moral universal, introducido por la
invitación: “escuchadme todos”. Todas
las cosas creadas son buenas, según el proyecto del Creador, y, por
consiguiente, no pueden ser impuras ni volver impuro a nadie. Lo que puede
contaminar al hombre, haciéndole incapaz de vivir la relación con Dios, es su
pecado, que radica en el corazón. El corazón del hombre, por tanto, es el
centro vital y el centro de las decisiones de la persona, del que depende la
bondad o la maldad de las acciones, palabras, decisiones. No corresponde a la
voluntad de Dios ni se está en comunión con él multiplicando la observancia
formal de leyes con una rigidez escrupulosa, sino purificando el corazón, iluminando
la conciencia de manera que las acciones que llevemos a cabo manifiesten la
adhesión al mandamiento de Dios que es el amor.
La
Palabra que se proclama en este domingo nos invita a mirar en nuestro corazón
con sinceridad. ¿Qué es lo que lo ocupa? ¿Por qué se afana? Son preguntas que
liquidamos con excesiva facilidad porque “tenemos muchas cosas que hacer”.
La
Palabra de Dios pide ser escuchada con el corazón, pide un espacio, pide un
poco de tiempo. Nuestro obrar, en verdad, no es especialmente cuestión de
brazos o de mente, sino de corazón. Es el corazón el que anima lo que decimos,
hacemos, decidimos. El corazón es la
sede de la conversión, de la decisión fundamental de acoger la Palabra de Dios
y ponerla en práctica. Y la Palabra de Dios, cuando habita en el corazón, lo
cura, lo libera de los sentimientos egoístas, de la rivalidad, del desinterés
por el otro: sentimientos que nos impiden experimentar la realidad más grande y
determinante: el Señor está cerca.
La
Palabra de Dios, si le dejamos sitio en nuestro corazón, nos enseña a invocar
al Señor y a ver al prójimo. Nos hace conscientes de que estamos bautizados y
nos da las fuerzas necesarias para vivir de manera coherente. Nos hace
comprender cómo hemos de obedecer a la ley de Dios, la ley definitiva del amor,
ese amor con el que Jesús fue el primero en amarnos.
ENTRA EN TU INTERIOR
Es el corazón el que engendra tanto
los pensamientos buenos como los que no lo son, pero no es porque produzca por
su propia naturaleza conceptos que no son buenos, que provienen del recuerdo
del mal cometido una sola vez a causa del primer engaño, un recuerdo que se ha
convertido ahora casi en habitual. También parecen proceder del corazón los
pensamientos que, de hecho, son sembrados en el alma por los demonios; por lo
demás, los hacemos efectivamente nuestros cuando nos complacemos en ellos
voluntariamente. Eso es lo que el Señor censura.
La
gracia esconde su presencia en los bautizados, mientras espera que el alma una
a ella su propósito. Es voluntad (de Dios) que nuestro libre albedrío no esté
ligado por completo al vínculo de la gracia, ya sea porque el pecado no ha sido
derrotado nunca, sino después de luchar, ya sea porque el hombre debe progresar
siempre en la experiencia espiritual.
ORA EN TU INTERIOR
Vengo a ti, Señor, con el corazón
que tengo, repleto de sentimientos que me esfuerzo en reconocer y purificar a
la luz de tu Palabra. No soy gente extraña para ti: soy tu hijo, soy miembro
del cuerpo de Cristo en virtud del bautismo que he recibido, formo parte de tu
Iglesia; sin embargo, cuántas veces estoy lejos de ti con el corazón y no me
doy cuenta de que tú estás siempre cerca de mí, tú, el único de quien tengo una
atormentadora necesidad.
Repíteme
una vez más que no te encontraré multiplicando prácticas religiosas, sino
abriendo el corazón a tu Palabra, orientando la vida según lo que te agrada,
preocupándome del hermano y de la hermana. Repíteme que el amor –y sólo el
amor- me hace puro. Y yo, acogiendo tu don, renovado en la mente y en el
corazón, te diré: “Tú eres mi Señor”.
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