domingo, 26 de agosto de 2012

Domingo XXII del Tiempo Ordinario (B)

 
"Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me  dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos”.

 

DOMINGO 2 DE SEPTIEMBRE

DOMINGO XXII DEL TIEMPO ORDINARIO (B)

Primera Lectura: Deuteronomio 4,1-2
Salmo 14: “Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?
Segunda Lectura: Santiago 1,17-18.21-22.27

LECTURA DEL DÍA

Marcos 7,1-8.14-15.21-23

            Se acercó a Jesús un grupo de fariseos con algunos letrados de Jerusalén y vieron que algunos discípulos comían con manos impuras (es decir, sin lavarse antes las manos, restregando bien, aferrándose a la tradición  de sus mayores, y al volver de la plaza no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas). Según eso, los fariseos y los letrados preguntaron a Jesús: “¿Por qué  comen tus discípulos con manos impuras y no siguen tus discípulos la tradición de los mayores?”. Él les contestó: “Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me  dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos”. Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros  a la tradición de los hombres”. En otra ocasión llamó Jesús a la gente y les dijo: “escuchad y entender todos: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro del corazón del hombre salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterio, injusticias, fraude, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, falsedad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro”.

REFLEXIÓN

            El capítulo 7 del evangelio de Marcos recoge una enseñanza de excepcional importancia, una enseñanza que por sí misma constituye una de las cumbres de la historia religiosa de todos los tiempos. El pasaje que se proclama toma como punto de partida la pregunta que le hacen a Jesús los fariseos y los maestros de la Ley –las personas cualificadas del ambiente religioso y cultural de aquel tiempo-  relacionada con el uso judío de las abluciones. A la ley mosaica sobre la pureza ritual (Lv. 11,15; Dt. 14,3-21)  habían ido añadiéndose cada vez más prescripciones, que, transmitidas oralmente, eran consideradas vinculantes, con la misma fuerza que la ley escrita y, como ésta, reveladas por Yahvé. A Jesús se le interroga sobre la inobservancia de tales prescripciones: “¿por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen tus discípulos la tradición de los mayores?”, por parte de sus discípulos. Jesús no responde directamente, sino que, citando Isaías 29,13, saca a la luz lo falso y vacío que es el modo de obrar de los fariseos: su culto es sólo formal, dado que a la exterioridad de los ritos y de la observancia de la Ley no le corresponden el sentimiento interior y la práctica de vida coherente. La tradición de los hombres acaba así por sobreponerse y cubrir el mandamiento de Dios.

            En el texto se afirma el criterio básico de la moral universal, introducido por la invitación: “escuchadme todos”. Todas las cosas creadas son buenas, según el proyecto del Creador, y, por consiguiente, no pueden ser impuras ni volver impuro a nadie. Lo que puede contaminar al hombre, haciéndole incapaz de vivir la relación con Dios, es su pecado, que radica en el corazón. El corazón del hombre, por tanto, es el centro vital y el centro de las decisiones de la persona, del que depende la bondad o la maldad de las acciones, palabras, decisiones. No corresponde a la voluntad de Dios ni se está en comunión con él multiplicando la observancia formal de leyes con una rigidez escrupulosa, sino purificando el corazón, iluminando la conciencia de manera que las acciones que llevemos a cabo manifiesten la adhesión al mandamiento de Dios que es el amor.

            La Palabra que se proclama en este domingo nos invita a mirar en nuestro corazón con sinceridad. ¿Qué es lo que lo ocupa? ¿Por qué se afana? Son preguntas que liquidamos con excesiva facilidad porque “tenemos muchas cosas que hacer”.

            La Palabra de Dios pide ser escuchada con el corazón, pide un espacio, pide un poco de tiempo. Nuestro obrar, en verdad, no es especialmente cuestión de brazos o de mente, sino de corazón. Es el corazón el que anima lo que decimos, hacemos, decidimos. El corazón  es la sede de la conversión, de la decisión fundamental de acoger la Palabra de Dios y ponerla en práctica. Y la Palabra de Dios, cuando habita en el corazón, lo cura, lo libera de los sentimientos egoístas, de la rivalidad, del desinterés por el otro: sentimientos que nos impiden experimentar la realidad más grande y determinante: el Señor está cerca.

            La Palabra de Dios, si le dejamos sitio en nuestro corazón, nos enseña a invocar al Señor y a ver al prójimo. Nos hace conscientes de que estamos bautizados y nos da las fuerzas necesarias para vivir de manera coherente. Nos hace comprender cómo hemos de obedecer a la ley de Dios, la ley definitiva del amor, ese amor con el que Jesús fue el primero en amarnos.

ENTRA EN TU INTERIOR

            Es el corazón el que engendra tanto los pensamientos buenos como los que no lo son, pero no es porque produzca por su propia naturaleza conceptos que no son buenos, que provienen del recuerdo del mal cometido una sola vez a causa del primer engaño, un recuerdo que se ha convertido ahora casi en habitual. También parecen proceder del corazón los pensamientos que, de hecho, son sembrados en el alma por los demonios; por lo demás, los hacemos efectivamente nuestros cuando nos complacemos en ellos voluntariamente. Eso es lo que el Señor censura.

            La gracia esconde su presencia en los bautizados, mientras espera que el alma una a ella su propósito. Es voluntad (de Dios) que nuestro libre albedrío no esté ligado por completo al vínculo de la gracia, ya sea porque el pecado no ha sido derrotado nunca, sino después de luchar, ya sea porque el hombre debe progresar siempre en la experiencia espiritual.

ORA EN TU INTERIOR

            Vengo a ti, Señor, con el corazón que tengo, repleto de sentimientos que me esfuerzo en reconocer y purificar a la luz de tu Palabra. No soy gente extraña para ti: soy tu hijo, soy miembro del cuerpo de Cristo en virtud del bautismo que he recibido, formo parte de tu Iglesia; sin embargo, cuántas veces estoy lejos de ti con el corazón y no me doy cuenta de que tú estás siempre cerca de mí, tú, el único de quien tengo una atormentadora necesidad.

            Repíteme una vez más que no te encontraré multiplicando prácticas religiosas, sino abriendo el corazón a tu Palabra, orientando la vida según lo que te agrada, preocupándome del hermano y de la hermana. Repíteme que el amor –y sólo el amor- me hace puro. Y yo, acogiendo tu don, renovado en la mente y en el corazón, te diré: “Tú eres mi Señor”.

 

 

           

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