DOMINGO 19 DE AGOSTO
DOMINGO XX DEL TIEMPO ORDINARIO (CICLO B)
1ª Lectura: Proverbios 9,1-6
Salmo 33: “Gustad y ved que bueno es el Señor”
2ª Lectura: Efesios 5,15-20
PALABRA DEL DÍA
Juan 6,51-58
“Dijo Jesús a la gente: “Yo soy el pan vivo que ha
bajado del cielo; el que come de este pan, vivirá para siempre. Y el pan que yo
daré es mi carne, para la vida del mundo”. Disputaban los judíos entre sí:
¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”. Entonces Jesús les dijo: “Os
aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no
tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida
eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi
sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí
y yo en él. El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo
modo, el que me come, vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo; no
como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron, el que come este pan
vivirá para siempre”.
REFLEXIÓN
Con este fragmento, concluye el
“discurso del pan de vida”, del evangelio de San Juan que hemos venido
proclamando desde hace varios domingos. El mensaje se hace aquí más profundo y
se vuelve más sacrificial y eucarístico. Se trata de hacer sitio a la persona
de Jesús en su dimensión eucarística. Jesús es el pan de vida no sólo por lo
que hace, sino especialmente en el sacramento de la eucaristía, lugar de unidad
del creyente con Cristo. Jesús-pan queda identificado con su humanidad, la
misma que será entregada y sacrificada en el árbol de la cruz. Jesús es el pan
–bien como Palabra de Dios o como víctima sacrificial- que se hace don por amor
al hombre. La ulterior murmuración de los judíos: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” (v. 52), denuncia la
mentalidad incrédula de quienes no se dejan regenerar por el Espíritu y no
pretenden adherirse a Jesús.
Jesús
insiste con vigor exhortando a consumir el pan eucarístico para participar en
su vida: “Yo os aseguro que si no coméis
la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en
vosotros” (v. 53). Más aún, anuncia los frutos extraordinarios que
obtendrán los que participen en el banquete eucarístico: quien permanece en
Cristo y participa en su misterio pascual permanece en él con una unión íntima
y duradera. El discípulo de Jesús recibe como don la vida en Cristo, que supera
todas las expectativas humanas porque es resurrección e inmortalidad.
Esta
fue la enseñanza profunda que dispensó Jesús en Cafarnaúm. Sus características
esenciales giran, más que sobre el sacramento en sí, sobre el misterio de la
persona y de la vida de Jesús, que se va revelando de manera gradual. Ese
misterio abarca en unidad la Palabra y el sacramento. La Palabra y el sacramento
ponen en marcha dos facultades humanas diferentes: la escucha y la visión, que
sitúan al hombre en una vida de comunión y obediencia a Dios.
ENTRA EN TU INTERIOR
A mi
carne, perecedera y destinada a la muerte, se le ofrece hoy la posibilidad de
la vida eterna a través de la carne resucitada y, por consiguiente,
incorruptible del Hijo. La vida eterna, la vida de Dios, la vida
bienaventurada, la vida feliz, la vida sin sombra, sin duelo y sin lágrimas,
llega a mí a través del Hijo, a través de su carne, que se hace pan para comer
y compartir. La eucaristía me pone en contacto con la vida eterna, me permite
vencer la muerte y la infidelidad. ¿Qué don puede haber más deseable?
En la
eucaristía está presente todo el deseo de comunión de Dios conmigo, su deseo de
que yo acepte su don como acto de amor, que comprenda la importancia única que
tiene su Hijo para mi vida y para mi realización. La vida llega a mí desde el
Padre, a través de la carne del Hijo, gracias a la mediación de la Iglesia
apostólica, que celebra la eucaristía para que también yo, con mi carne
purificada y entregada, me vuelva puente para hacer llegar al mundo la vida.
ORA EN TU INTERIOR
¡Señor! El misterio de la eucaristía
es grande e ilimitado, pero hoy tus palabras claras, provocadoras, limpias y
decididas lo iluminan de una manera inequívoca. Tú me das tu vida, que es vida
eterna, porque un día fuiste capaz de dar tu vida. Te doy gracias, te bendigo,
alabo tu santa pasión y tu gloriosa resurrección, adoro con alegría tu
sabiduría, que me sale al encuentro en mis preocupaciones terrenas.
Tú
sabes lo difícil que me resulta alzar la mirada para asumir tus grandes
perspectivas. Me dejo engatusar por las cosas que pasan y me arriesgo a poner
dentro también tu eucaristía, dándole incluso muchos significados humanos,
justos por sí mismos, pero muy alejados del sentido decisivo que hoy me
presentas. Tú quieres que yo viva para siempre contigo, porque eres y serás mi
realización, y por tanto, mi felicidad. Cada día me sumerges en tu eternidad ofreciéndote
como alimento. Tú llevas contigo la vida que te une al Padre y quieres
transmitírmela. Abre mis ojos nublados por las cosas de cada día, para que
pueda unirme indisolublemente a ti, y llevar a todos conmigo, en tu vida, sobre
todo a los pobres, a los enfermos, a los que sufre. AMEN.
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